(c) Renee Van Diemen
El espectáculo comenzó con media hora de retraso pero la espera terminó por no importar a nadie de los presentes. Máxime teniendo en cuenta lo que vino después. Tres horas de deleite disfrutadas minuto a minuto —a pesar de la calidad del sonido, a ratos pésimo, a ratos infame—. Tres horas de puro espectáculo en la más amplia acepción del término ofrecidas por uno de los artistas más carismáticos que ha pisado un escenario en los últimos 40 años:
Bruce Springsteen.
Sé que lo que voy a enunciar puede resultar —y resulta— manido, tópico y demasiado trillado, pero no por ello resulta menos cierto:
Springsteen es uno de los mayores animales escénicos que ha conocido el mundo del rock, un autentico purasangre de las tablas. Un artista que hace del escenario su
ring particular, que sube a él para pelear duro con el fin de ganarse al público desde el primer minuto y metérselo en el bolsillo de su viejo y desgastado vaquero negro. Y que lo consigue a base de comulgar con él, de hacerle partícipe de una complicidad manifiesta y personal y ofrecerle, sin poses afectadas ni maneras de divo, ni más ni menos lo que éste ha venido a buscar: llaneza y autenticidad. Y diversión. Quintales de diversión y no sólo musical.
Springsteen es un gran músico —lo lleva demostrando muchos años— pero, sobre todo, es un inconmensurable intérprete. Al margen de su solidez musical, probablemente su mayor virtud consista en manejar las cortas distancias de un escenario como nadie y ayer, en Madrid, quedó, una vez más, clara constancia de ello. En su caso, no se trata de poseer una particular habilidad melódica, un determinado virtuosismo instrumental o una especial genialidad compositora.
Springsteen es una especie de
all-in-one reconvertido en una descarga de potencia en estado puro.
Springsteen no cautiva, arrolla. Y, en su empuje, te arrastra con él, lo quieras o no. Un vendaval sonoro perfectamente coordinado, conjugado y arropado por un grupo de colegas de farra que los demás conocemos con el nombre de
E Street Band, que funciona como un reloj —son más de 35 años compartiendo escenarios y esa cuestión resulta más que evidente— y que cuenta entre sus filas con leyendas como esa bestia parda llamada
Max Weinberg que golpea la batería como si la vida le fuese en ello, con una potencia, una técnica y una precisión dignas del mejor de los metrónomos. O esa mole humana llamada
Clarence «
Big Man»
Cleamon capaz de electrizar el aire con las notas de su saxo. O ese mago de las seis cuerdas llamado
Nils Lofgren, que, siendo un excelente instrumentista, quizá no sea el músico más completo ni más virtuoso, pero probablemente sea uno de los músicos más efectivos que he visto en mi vida. Y he visto unos cuantos. El perfecto acompañamiento para un artista perfecto.
Y a pesar de las bonanzas declaradas, lo curioso del caso es que la actuación de anoche fue bastante peculiar. No debería sorprender en alguien como
Springsteen pero lo cierto es que fue un
show atípico, incluso para sus seguidores. Atípico más allá del eclecticismo al que
Springsteen nos tiene acostumbrados. En teoría, la excusa oficial de la actual gira es la promoción de su último álbum,
Magic. En la práctica, de los 28 temas que, de media, interpreta en cada concierto, tan sólo 5 integran dicho álbum. Durante esta gira, el
boss se ha dedicado recuperar para su público un gran número — mayor incluso al de otras giras similares— de temas emblemáticos de su extensa carrera. Por otro lado, en estos últimos conciertos, su entrega al público aparenta estar por encima de lo habitual. En muchos de los ámbitos cercanos a sus seguidores se rumorea que esto podría ser la señal de que las giras le exigen un tributo demasiado duro —no lo olvidemos: el tío que ayer ofreció tres horas de concierto moviéndose de un extremo a otro sin desfallecer lo más mínimo; que encadenó tema tras tema sin la acostumbrada pausa de descanso entre uno y otro; que, tras coger carrerilla, se lanzó al escenario deslizándose varios metros sobre sus rodillas... tiene 59 años. Yo, con pocos más de la mitad, ni siquiera me lo plantearía— y de que el actual tour sería una especie de «
gira de despedida» no anunciada. Dios no lo quiera. Sea como fuere, lo cierto es que la de anoche fue una noche mágica, perfecta representación del término que da título a su último trabajo. Y yo tan sólo espero —y rezo con fervor— para que continúe siendo así por muchos años. Amén.
It's hard to be a saint in the city (Hammersmith, 1975)
Because the night (solo)