Tal día como hoy, hace 73 años, en torno a la una de la tarde, caía herido de muerte en las proximidades del frente de la Ciudad Universitaria
José Buenaventura Durruti Dumange (o Domingo o Dominguez según las fuentes). Tras varias horas de agonía, su vida terminaría por extinguirse en la habitación número 15 del Hotel Ritz, convertido por azares de la guerra en el
Hospital de las Milicias Confederadas de Cataluña. Con él desaparecía, envuelto entre las brumas de la leyenda, una de las figuras más brillantes y significativas del anarquismo ibérico.
La carismática figura del líder anarquista siempre ha estado rodeada de una fascinante aureola, de un halo mítico que ha sido capaz de perdurar hasta nuestros días. Su vida podría considerarse como uno de los más claros y evidentes ejemplos de coherencia ideológica, de cómo alguien es capaz de dedicar toda su existencia a la enconada defensa de unos ideales, al margen de la validez que se le quiera dotar a los mismos. Su trayectoria vital nos muestra la continua lucha de un hombre que hizo de la defensa del ideal libertario y de la consecución de un mundo acorde a estos principios su objetivo aun teniendo en cuenta que no siempre empleara para ello los cauces más adecuados.
Durruti fue ante todo una persona de férreas convicciones ideológicas y morales, unas convicciones que marcaron su vida de forma indeleble y al que su afán por defenderlas le llevó al extremo de entregar su vida.
Aun a pesar de la extendida creencia, el activismo anarquista de
Durruti no se reduce a su breve intervención durante la Guerra Civil española —recordemos que ésta se inició en julio de 1936 y
Durruti falleció en noviembre de ese mismo año—. Hasta ese trágico momento, su vida estuvo marcada por apasionantes acontecimientos que demuestran el coraje y el arrojo del anarquista así como su talante ante la vida. Tal y como definía el escritor y periodista
Illya Ehrenburg, que lo conoció y convivió con él, «
la vida de Durruti es imposible de narrar. Se parece demasiado a una novela de aventuras». Pero, curiosamente y a pesar de lo apasionante de su periplo vital, quizá hayan sido las circunstancias que rodearon su muerte las que más han contribuido a aumentar ese halo de leyenda que sustenta el mito.
SU MUERTEEn la madrugada del 18 al 19 de noviembre, en la línea del frente de la Ciudad Universitaria, los milicianos se preparan para asaltar el Hospital Clínico, en manos de las tropas moras. Tras varias escaramuzas consiguen acceder al inmueble pero durante su acción son rechazados por los destacamentos allí refugiados y se inicia un brutal combate en el interior del recinto. La lucha se lleva a cabo planta por planta, habitación por habitación, prácticamente cuerpo a cuerpo. Tras varias horas, los milicianos deciden replegarse y volver a sus posiciones iniciales. La moral de los libertarios pasa por uno de sus momentos más desalentadores. Muchos se plantean la posibilidad de abandonar su posición tras haber estado cuatro días combatiendo sin descanso, sin dormir, ateridos por el frío y prácticamente sin comer. Los mandos de la columna informan a
Durruti de la difícil situación y éste decide personarse en el frente acompañado de
Julio Graves, su chofer habitual, y del sargento
Manzana, siendo precedidos en su recorrido por otro vehículo en el que viajan
Antonio Bonilla,
Lorente y
Miguel Doga. Cuando se encuentra a pocas manzanas del Hospital Clínico,
Durruti se topa con un grupo de milicianos que parece retirarse y abandonar sus posiciones. Ordena a
Graves que detenga el vehículo y desciende con intención de amonestarlos. Tras una breve conversación con ellos, se dirige de nuevo al coche. Se escucha un disparo.
Durruti se desploma con el pecho ensangrentado. Es subido al automóvil y conducido a toda velocidad al Hotel Ritz. Tras ser atendido por un equipo médico capitaneado por los doctores
Bastos Ansart y
Santamaría durante doce horas en las que el herido se debatiría continuamente entre estados de semiinconsciencia,
Durruti fallece en la madrugada del 20 de noviembre de 1936. Causa oficial de la muerte: hemorragia pleural causada por herida de arma de fuego.
¿QUIÉN MATÓ A DURRUTI?Esa es la pregunta del millón y para la que, por desgracia, no existe a día de hoy una respuesta certera y satisfactoria. A falta de evidencias claras y determinantes, a lo más que podemos aspirar es a matizar las condiciones del interrogante. Mucho se ha especulado acerca de las circunstancias que rodearon la muerte de
Buenaventura Durruti. Por dudar, incluso se ha puesto en tela de juicio en numerosas ocasiones hasta el lugar exacto en el que transcurrió el incidente. Hay que partir de la premisa de que, sobre el fallecimiento de
Durruti, no existe ninguna certeza absoluta salvo la del hecho de su propia muerte y que por ello debemos movernos siempre en el ámbito de las hipótesis —habiéndolas por decenas—. Llegados a este punto vamos a dejar de lado aquellas teorías disparatadas, de corte efectista o de intención claramente manipuladora, tratando de exponer lo que se consideran hechos probados o, al menos, hechos que poseen la suficiente entidad testimonial y documental como para permitir arrojar mínimas dudas acerca de su verosimilitud.
Tras los primeros instantes de confusión, una primera versión oficial apunta que un disparo realizado desde las terrazas del Hospital Clínico de Madrid, en esos instantes tomado por las fuerzas nacionales, acabó con la vida del anarquista. Diversos testimonios manifiestan que el coche en el que viajaba
Durruti esa mañana iba ocupado por
Graves, el chofer, en la parte delantera y viajando en la parte posterior, se encontraban el sargento
Manzana y
Durruti. Las declaraciones indican que el vehículo se hallaba estacionado a unos seiscientos metros del hospital cuando
Durruti cayó herido, siendo ésta una distancia aceptable para un tirador avezado pero, por otro lado, diferentes testimonios sostienen que el herido presentaba en su zamarra de cuero un rastro circular de pólvora deflagrada, inequívoca señal de un disparo hecho a quemarropa. La información, por sí sola, no es más que otra hipótesis puesto que no se conserva la prenda pero, asociándola a otros detalles conocidos, nos permite argumentar con cierta solvencia la teoría de un disparo hecho a corta distancia. Por ejemplo, las heridas presentadas. Según la creencia generalizada,
Durruti tenía alojada en su pecho la bala que lo había herido y que, durante su estancia en el hospital, se estudió la posibilidad de intervenirle con el fin de extraérsela pero, según ciertas fuentes —entre ellas, algunos de los médicos que lo atendieron—, la bala presentaba orificio de entrada en el espacio intercostal ubicado bajo la tetilla izquierda y orificio de salida en el centro de la espalda. Según esas mismas fuentes, es cierto que se estudió la posibilidad de intervenirle pero no para extraer la bala puesto que ésta no se hallaba alojada en el herido, sino con la intención de atajar la profusa hemorragia interna, de extrema gravedad, que éste presentaba. Por tanto, si la trayectoria presentaba orificio de entrada y de salida, es más lógico pensar en la hipótesis de un disparo hecho a quemarropa que en uno realizado a seiscientos metros de distancia. Otro detalle que avala esta teoría: en su declaración inicial,
Julio Graves, el chofer, expone que momentos antes de advertir que
Durruti caía herido pudo escuchar de forma clara una detonación. Este aporte puede entenderse de múltiples formas. Bien podría referirse a alguno de los disparos producidos en los alrededores —recordemos que la zona era frente de guerra— pero su testimonio nos puede dar a entender que oyó un disparo en concreto, uno que tuvo la oportunidad de escuchar lo suficientemente cercano como para prestarle mayor atención.
Si tomando como base estas deducciones, aceptamos como válida la premisa o hipótesis del disparo a corta distancia, el asunto adquiere otro cariz muy diferente al indicado por la versión oficial. Las personas más próximas a
Durruti en el momento de su muerte serían:
Julio Graves, el chofer; el sargento
Manzana, que lo acompañaba y que descendió del vehículo junto a él y el grupo de milicianos a los que el anarquista se detuvo a reprender. Si seguimos un procedimiento de eliminación, podríamos descartar a los milicianos —una de las múltiples hipótesis existentes apunta hacia ese lado— puesto que
Durruti ya había terminado de conversar con ellos y se retiraba hacia el vehículo —de hecho se estaba introduciendo en él— cuando fue alcanzado. La proximidad no parece suficiente para efectuar un disparo a quemarropa. Según otros testimonios,
Julio Graves no llegó a descender del vehículo durante el incidente, manteniéndolo en marcha en todo momento por lo que podemos deducir que, desde su posición, se hace inverosímil el que fuese de alguna manera responsable del disparo que acabó con la vida de
Durruti. Nos quedan el sargento
Manzana y el propio
Durruti. Según algunos de los médicos que lo atendieron, profesionales acostumbrados a tratar de forma habitual a heridos en combate, la herida presentaba el aspecto de haber sido producida por una bala del calibre «
9 largo» —aspecto que no se puede confirmar ni desmentir puesto que el proyectil no se conserva. Tomemos esta apreciación con la suficiente y necesaria asepsia—. La única arma que solía portar
Durruti de forma habitual era un viejo Colt que ocultaba siempre bajo su zamarra. Cabría la posibilidad de un disparo accidental provocado por el propio
Durruti pero la aureola de pólvora impresa en el exterior de su cazadora de cuero nos evidencia que el disparo no pudo producirse con esa arma. ¿Llevaba
Durruti alguna otra arma ese día? Hay testimonios contradictorios al respecto. Algunos lo afirman, otros lo niegan. En lo que sí coinciden la mayoría de dichos testimonios es que un arma de uso muy común entre los milicianos y particularmente entre los integrantes de la columna
Durruti era un subfusil de tipo Schmeisser MP-28 (conocidos popularmente como
Naranjeros). Y nuevamente la fatalidad parece entrar en juego. El
Naranjero era un arma muy apreciada por su potencia y robustez pero adolecía de un grave defecto de diseño: carecía de seguro de transporte por lo que, una vez montada, el más mínimo golpe provocaba su disparo accidental. Hay constancia de que el coronel
López Tienda sufrió una accidente de idénticas características en la zona de la carretera de Extremadura apenas un mes antes de la muerte de
Durruti. Y, curiosamente, esta arma usa balas del calibre «
9 largo».
Pero no existe constancia alguna de que
Durruti portase jamás un
Naranjero. Todo lo más, un fusil
Mauser.
Sin embargo, quien portaba de forma habitual un
Naranjero era el sargento
Manzana, acompañante de
Durruti ese fatídico día.
Ítem más, existen testimonios que confirman el hecho de que el sargento
Manzana fue herido pocos días antes del suceso y que debido a esto llevaba el brazo en cabestrillo —en las exequias de Durruti aún lo llevaba. Existen documentos gráficos al respecto—. Si ese día portaba su arma habitual y contaba con el impedimento de llevar inmovilizado el brazo, no es descabellado suponer que el arma pudo escurrírsele accidentalmente de las manos, golpear el suelo y dispararse fatalmente en el momento en que Durruti se encontraba inclinado en un ángulo cercano a los 90 grados para introducirse dentro del vehículo —recordemos la trayectoria prácticamente plana de la bala—. ¿Ocurrió así? Imposible saberlo. ¿Pudo ocurrir así? Es una conjetura, cuanto menos, factible.
Manteniendo pues esta línea hipotética, podemos concluir que todos los indicios apuntan hacia el hecho de que un desgraciado accidente, provocado por el propio
Durruti o, más probablemente, por el sargento
Manzana acabó con la vida del líder anarquista el 19 de noviembre de 1936.
LUCES Y SOMBRASSi todo se debió a un fatal accidente, ¿por qué del halo mítico creado alrededor del hecho? Existen múltiples razones que permiten explicarlo y decenas de curiosos detalles que permiten avalar cualquiera de dichas razones. En su momento, el principal error fue tratar de ocultar la verdad. ¿Por qué se decidió silenciar los auténticos detalles del suceso? Porque, en ese instante y situación, así convenía a muchos de los sectores implicados en el encubrimiento. La finalidad principal de éste sería la de evitar suspicacias que pudieran derivar en un autentico y definitivo cisma en las filas de la república. En esa época, los ánimos estaban demasiado soliviantados. Los marxistas del POUM, junto a los anarquistas de la FAI y la CNT, en continua pugna con los comunistas por sus diferentes criterios a la hora de implantar la revolución social. Algunos de los sectores más conservadores de la CNT propugnaban la idea de apartar a
Durruti ya que consideraban que se estaba radicalizando en exceso y que eso perjudicaba los intereses de la revolución. Por el contrario, los sectores más extremistas de la CNT no estaban de acuerdo con dicha postura ya que veían en
Durruti al autentico valedor de sus consignas. En definitiva, cualquier intento de explicar que la causa de todo había sido un desafortunado accidente no habría sido creído por ninguna de las partes; habrían aprovechado la ocasión para desatar una lluvia de acusaciones de unos contra otros que hubiera acabado desembocando en una autentica batalla campal en el seno del gobierno. Y eso no beneficiaba a nadie. Era más sencillo culpar a «
una maldita bala fascista» y hacer de ello un frente común.
Por otro lado, al gobierno republicano le interesaba el encubrimiento, principalmente por dos motivos: uno, que la pérdida de un líder tan carismático a manos de un estúpido accidente hubiera provocado la desmoralización inmediata de la tropa. Era preferible echar la culpa a los rebeldes para darles a los milicianos un motivo más de odio, un motivo más para luchar. Y dos, el explicar que el accidente se produjo por la ineficacia del armamento usado, hubiese provocado, además de la propia desmoralización, una desconfianza increíble hacia su material bélico. El gobierno no podía admitir que estaban peleando con armas que si bien no eran defectuosas, eran inseguras y provocaban accidentes. En definitiva, es muy probable que la decisión de ocultar los detalles no fuese tomada con el fin de encubrir un acto ilícito sino más bien por una cuestión de interés coyuntural. Por desgracia, el exceso de cabos sueltos y testimonios contradictorios que surgieron alrededor de una mentira pobremente urdida terminarían por propagar y extender el halo mítico que a día de hoy rodea la muerte de
Durruti.
En cualquier caso, conviene recordar que, como en toda disertación hipotética, nos movemos siempre en el terreno de las incertidumbres y que las planteadas en este artículo quizá no consigan más que añadir nuevos interrogantes. Sin datos contrastables no podemos negar de forma tajante que la muerte de
Durruti fuese planeada, urdida y ejecutada de forma calculada al igual que no podemos despreciar el hecho de que ciertos detalles de esta historia permanecen como puntos oscuros o contradictorios de cualquier argumentación que pretenda exponerse. Por ejemplo, no podemos descartar —ni probar tampoco— de forma taxativa que el sargento
Manzana efectuara un disparo intencionado y no accidental ya que nos resulta muy llamativa la circunstancia de que, una vez acabada la contienda,
José Manzana se exiliara en México y que, siendo un representativo miembro anarquista, tratase de evitar todo contacto con antiguos compañeros y con el gobierno republicano en el exilio, hasta el punto de llegar a perderse su pista por completo alrededor del año 1970. O tampoco podemos negar el hecho de que
José Manzana, durante el asalto a las Atarazanas del 19 de julio, se encontrara dentro del cuartel al lado de los sublevados y que posteriormente, tras ser tomadas las dependencias militares, saliera de ellas y se uniera a la causa anarquista. Son detalles que, sin acusar directamente a nadie, se hacen difíciles de encajar en cualquiera de los razonamientos, en cualquiera de las conjeturas que se planteen. Y es que, en el fondo, son esas circunstancias las que consiguen que el mito de
Durruti perviva en el tiempo. Y que lo siga haciendo después de tantos años.