Mentiras completas y verdades a medias



lunes, 30 de noviembre de 2009

El olor de la carroña

La pasada semana una niña de tres años fallecía en Tenerife tras ser ingresada en el hospital. Un primer parte de lesiones estimaba que la pequeña había sufrido abusos sexuales y una sistemática paliza que le había provocado varias lesiones de severa gravedad de las que finalmente no se repuso. A raíz de esta información fue detenido y puesto a disposición judicial el actual compañero sentimental de la madre acusado de abusar y golpear a la niña.

Un examen médico posterior determinó que la pequeña no había sufrido abusos sexuales. Ahora, la autopsia ha determinado que las lesiones que presentaba la niña son compatibles con las producidas de forma accidental al caerse de unos columpios, tal y como habían declarado desde el principio tanto el acusado y la madre de la niña.

Mientras tanto, habíamos crucificado a un no culpable.

Bien es cierto que resulta muy complicado mandar sobre los sentimientos personales. Que, de forma instintiva, uno tiende a desearle el peor de los males a cualquier malnacido capaz de llevar a cabo una barrabasada de ese calibre porque es consciente de que tamaños hijos de puta corren sueltos por el mundo. Y también sabe que, por desgracia, muchas —una gran parte— de las acusaciones de similar calado que salen a la luz terminan confirmándose como ciertas. Por eso, como digo, contra la repulsa personal derivada de los sentimientos y el instinto no se puede luchar.

Contra los titulares falaces, sí.

Porque lo que resulta del todo inadmisible es que desde un titular se juzgue y se sentencie. Porque un periodista de verdad debe luchar contra viento y marea por la veracidad de lo que publica. Porque titulares como estos debería causar la suspensión para el ejercicio del periodismo.


Aún no he visto a nadie pedir disculpas a cinco columnas, en la misma forma y formato en la que se acusó. Todo lo más, un pequeño recuadro de rectificación en el que achacan el error «a los datos del primer informe médico». Por supuesto, jamás a la prensa.


Ya no es «La mirada del asesino de una niña de tres años». Ahora ha pasado a ser «presunto agresor».

Vergonzoso.

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domingo, 29 de noviembre de 2009

Ha nacido un nuevo diario online

sábado, 28 de noviembre de 2009

Presentación de El momento del unicornio.

Dicen que no hay dos sin tres. Esta semana ha sido bastante prolífica en cuanto a citas literarias. Ayer se celebró en Madrid la presentación del libro de relatos El momento del unicornio de Norberto Luis Romero, autor al que guardo un particular aprecio. Al cordial y entrañable Norberto lo conocí hace años, cuando aún se celebraba aquella famosa y añorada reunión semanal de pirados que conformaban la tertulia La Cruzada. En su descargo he de decir que me cayó bien de forma inmediata y que desde el primer momento se estableció entre nosotros una particular corriente de simpatía. Después, los azares del destino lo llevaron lejos de Madrid y a pesar de no haber perdido nunca del todo el contacto, hacía ya mucho tiempo que no teníamos ocasión de saludarnos en persona. Me apetecía muchísimo darle un abrazo. Y además, la presentación del acto corría a cargo del galateo David G. Panadero con el que también hacía tiempo que no me encontraba. Estupenda ocasión para matar dos pájaros —en el sentido más literal del término— de un tiro.

El evento se celebró en la sempiterna librería Estudio en Escarlata, establecimiento que terminará por convertirse en lugar de culto de todos los pirados literarios de Madrid —al tiempo—. Llego con la hora justa y para mi satisfacción me encuentro con que el elenco de asistentes es realmente notable, con la presencia de un gran número de amigos y conocidos. Además de los antes mencionados estaban por allí Félix Palma —de nuevo— y Lorenzo Luengo, Pablo Mazo —editor y, sin embargo, bellísima persona—, Herme G. Donis… También me presentan a Óscar Sipán, artífice editorial del libro presentado, un tipo realmente encantador. La velada se promete animada.

La presentación comenzó con una breve intervención por parte de Óscar Sipán en la que explicó la labor llevada a cabo para reeditar —el volumen fue editado originariamente en 1995— esta antología de relatos y el porqué de la decisión de hacerlo. Después tomó la palabra David G. Panadero para explicar lo peculiar de la literatura de Norberto Romero, un autor con una voz muy personal y al que tradicionalmente han tratado de encuadrar dentro de la literatura de estilo gótico. Panadero insistió en lo equivocado del planteamiento, surgido quizá de la querencia de Norberto Romero por acercarse a los espacios más oscuros del alma humana en busca de una particular visión —evocadora, sombría e inquietante las más de las veces, pero particularmente bella. Si algo tiene la literatura de Norberto Romero es que jamás te deja indiferente— de las historias que narra y, particularmente, de las atmósferas que tan magistralmente sabe recrear. En ese aspecto coincidimos la gran mayoría de sus lectores: Norberto es, probablemente, uno de los mejores recreadores de atmósferas —crudas, turbias, desosegadoras, inquietantes, líricas y plenas de matices— que ha dado la literatura de los últimos veinte años. No estoy exagerando. Al menos, no demasiado. Para muestra, un botón. No en vano sus relatos son ampliamente reconocidos allende las fronteras, siendo publicados con cierta frecuencia en revistas literarias de numerosos países.

Para cerrar el acto, tomó la palabra el autor para, en pocas palabras, agradecer la presencia de los asistentes, agradecer al editor que hubiese dado una nueva oportunidad a un libro de relatos que él ya daba por perdido y reafirmar las aseveraciones de David G. Panadero, indicando que está totalmente en desacuerdo con la mayoría de etiquetas que tradicionalmente le han impuesto, dejando claro que no se considera ni gótico, ni borgiano, ni escritor de culto, ni escritor maldito. Tras esto, el acto se cerró con un vino —estupendo, por cierto. Tengo que preguntarle a Juan Escarlatti de dónde demonios lo sacó— degustado en grata compañía. ¿Qué más se puede pedir para redondear la tarde de un viernes?

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viernes, 27 de noviembre de 2009

Presentación de El ocaso de las siete colinas

Con relación a los actos culturales celebrados en la capital decía el maestro Ortega y Gasset que «Un jueves por la tarde, en Madrid, o das una conferencia o te la dan». Siguiendo la estela de tan insigne tradición, ayer se celebró en Madrid la presentación de El ocaso de las siete colinas de Patrick Ericson. El acto, que fue presentado por el escritor Francisco Javier Illán Vivas, tuvo lugar en la librería Estudio en Escarlata. Durante el mismo, ambos se encargaron de desgranar con grandes dosis de inteligencia las esencias de la novela —la cuarta del autor si mal no recuerdo—, explicando que continua en la línea del tipo de literatura al que Ericson nos tiene acostumbrados en sus anteriores textos, esto es, literatura de entretenimiento puro y duro con grandes dosis de acción y misterios por doquier. Ese género plagado de grandes obras al que mucho purista imbécil sin criterio llama despectivamente best seller. Y si bien es cierto que el género es bastante proclive a llenarse de basura ramplona de tramas insulsas y esquemáticas, tomar la parte por el todo y tildar a un amplio conjunto de obras de literatura menor —como hasta hace poco se hacía con la denostada novela negra y mira cómo vamos, Stieg Larsson incluido— es probablemente una de las actitudes mas temerariamente snobs que pueden encontrarse a día de hoy en el ámbito literario. Y hacerlo con El ocaso de las siete colinas sería, además, una flagrante injusticia.

La novela de Ericson está planteada como un juego. Un peculiar personaje que se hace llamar Reverendo se hace con un par de ingenios nucleares provenientes de la extinta Unión Soviética con los que se propone organizar un atentado sin precedentes en la historia del terrorismo internacional. Antes de llevar a cabo su acción, lanza a través de Internet un texto denominado El manifiesto del terrorista en el que plantea, a través de extraño juego de rol inspirado en los textos del Apocalípsis, el reto de descubrir «a quién corresponde el Número de la Bestia». Aquél que descubra la clave, estará en disposición de evitar la catástrofe. El mensaje es interceptado por un peculiar equipo de la NSA americana que, tras verificar su autenticidad, se pone en marcha en una carrera contrarreloj con el fin de detener la amenaza, encontrando en su camino muchas otras facciones implicadas que albergan intereses similares a lo suyos, desde la curia vaticana hasta determinadas agencias que trabajan a la sombra de algunos gobiernos.

A quién pueda sospechar similitudes, no: no es un remedo de Ángeles y Demonios. Puede albergar alguna similitud en cuanto a ciertas premisas y planteamientos, pero ahí termina toda coincidencia. En esta novela, Patrick Ericson maneja de forma envidiable el ritmo de una trama cuyo desarrollo tiene más en común con el planteamiento de la serie de televisión 24 que con la obra de Dan Brown y en la que los temas son tratados de una forma menos superficial, más profunda, apoyando todos los aportes con hechos contrastables, perfectamente documentados y manejándose de una forma más que efectiva y solvente en el terreno de una ficción con la que es capaz de lograr algo no muy habitual ni fácil de conseguir por parte de aquellos que le damos a la tecla: recabar el continuo interés del lector sin concederle un minuto de respiro.

No esperen ustedes hallar una obra sesuda, de pensar, de esas que trascienden —quiera Dios que sea lo que signifique esa gilipollez—. Estamos hablando de puro entretenimiento, de literatura de palomitas. Eso sí, de la mejor literatura de palomitas, de la de pata negra. Que hasta para eso hay que tener arte y, sin duda alguna, Patrick Ericson lo tiene. Desde esta modesta tribuna recomiendo sinceramente su lectura. Si se deciden a ello, les auguro que van a pasar un rato muy entretenido.

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jueves, 26 de noviembre de 2009

Presentación de El violinista de Mauthausen

Ayer tarde se presentó en Madrid, en el salón de actos del acogedor Hotel Kafka, El violinista de Mauthausen, la novela ganadora del premio Ateneo de Sevilla 2009. Este año el galardón recayó sobre mi apreciado amigo y compadre de letras Andrés Pérez Dominguez, al que hacía algo más de un año —desde que tuvimos ocasión de compartir mesa en la anterior edición de Getafe Negro— que no tenía ocasión de saludar en persona. Con el deseo de darle un fuerte abrazo y la enhorabuena por el premio —del que me alegré mucho. Aún no he tenido ocasión de leer esta novela, pero he leído otras de Andrés y, teniendo en cuenta el oficio y la solvencia de la que suele hacer gala en sus textos, no me cae la menor duda de lo merecido del galardón—, me encaminé hacia el Hotel Kafka. Para mi desgracia, llegué al lugar con demasiada antelación —a los maniáticos de la puntualidad nos resulta cada día más imposible estimar la densidad el caótico tráfico de Madrid y el que, como yo, se acerca a la ciudad desde la periferia de las afueras del extrarradio, tiene que salir de casa con tiempo sobrado si no quiere que un imprevisto le haga llegar tarde. Y si no se te cruzan imponderables, siempre sueles llegar con demasiada antelación a todos lados. Bueno, a lo que vamos, que me disperso— y me dispuse a dar un paseo por los alrededores del lugar de reunión. En una de las calles adyacentes me topé de bruces con el propio Andrés. Abrazos, felicitaciones y toma de cañas de rigor. Mientras, en un bar cercano, nos poníamos al día de las novedades, aparecieron por la puerta del local la entrañable Begoña Minguito y el editor de la criatura, Miguel Ángel Matellanes. Una ronda más y marcha en grupo hacia el Hotel Kafka.

En el lugar, saludos por doquier a viejos amigos y algunos nuevos. Es lo que suele tener de agradable este tipo de eventos, que sueles encontrarte con gente a la que aprecias. Por el lugar pululaba el dicharachero Félix Palma —aún aclimatándose a su reciente mudanza— y la simpatiquísima Vanessa Monfort —ambos ejercían de maestros de ceremonias ya que, en el mismo acto, se presentaba también la novela ganadora del Ateneo Joven, Amerika de Lorenzo Luengo—, el siempre cordial David Torres, Rafael Reig, Ramón Pernas... Más o menos, la mayor parte de los que siempre nos encontramos en estos saraos.

El acto, muy divertido. Félix Palma y Lorenzo Luengo, simulando el papel de enemigos irreconciliables, se enzarzaron en una celebrada gresca al alimón en la que no faltaron puyas, tarascadas y cruces de acusaciones con la que, aparentemente, pretendían explicar de dónde había surgido su mutua enemistad y que en realidad evocaba a grandes rasgos el argumento de Amérika. Ingeniosa puesta en escena. Vanessa Monfort nos transmitió con bastante convicción y vehemencia la pasión que le había suscitado la lectura de El violinista de Mauthausen y Andrés puso el broche final, hablando de su novela como un thriller intimista —según la definición de una amiga común, la escritora Antonia J. Corrales— en la que prima la presencia de los personajes sobre el desarrollo de la trama y aclarando algunos de las aspectos de la génesis y el desarrollo de su novela —que tras lo comentado confirma mi impresión inicial de que debe de ser una novela extraordinaria. Deseando estoy de ponerle el ojo encima—. El acto concluyó con las cervezas, los vinos de rigor y conversaciones cruzadas en las que, como corresponde y es habitual, los escritores allí reunidos —sin que los editores presentes, como Matellanes, pudieran escucharnos, of course— pusimos a parir al establishment editorial . Y es que, si no, las reuniones de escritores no serían lo mismo.

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lunes, 23 de noviembre de 2009

Vendedores de humo

Siempre he tenido el férreo convencimiento de que Alejandro Lerroux ha sido el político más nefasto que ha tenido la desgracia de sufrir este país —de reyes y gobernantes hablaremos en otra ocasión—. Si uno estudia con cierta atención la trayectoria política del mencionado, no puede dejar de maravillarse ante el cúmulo de disparates, despropósitos, corruptelas y sinvergonzonerías que se gestaron bajo su, gracias a Dios, breve mandato. Cobro de comisiones ilegales, prevaricación, cohecho, nepotismo, mala gestión... El hombre y su equipo de gobierno tocó todos, absolutamente todos los palos. El señor Lerroux alberga incluso el honor de haber enriquecido la lengua castellana siendo el responsable de la incorporación de algunos nuevos términos. La acepción popular de la palabra estraperlo —que inicialmente fue una marca comercial— fue acuñada como consecuencia de una de las decenas de corruptelas forjadas bajo su mandato y en la que estuvo implicado un sobrino suyo. No digo más. Como digo, con toda probabilidad, el político más nefasto que ha tenido ocasión de sufrir este país a lo largo de su dilatada historia.

Hasta la llegada al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

El último conejo de la chistera se llama Ley de Economía Sostenible. Aparte de habernos sido dada a conocer en medio de un ejercicio de retórica vana similar al que suele tenernos acostumbrados ya este preclaro líder de las Españas con su discurso verborreico propio de tahures y vendedores de crecepelo, el hombre de las cuentas de colores se ha limitado a enunciar sin que le tiemble la voz ni el pulso que tiene en sus manos la solución a los problemas económicos que sufre este país. Así. Por las bravas. Y dos huevos duros. No se ha molestado en explicar cómo piensa sostener la aparente sostenibilidad de su plan, ni cómo va a financiarla, ni lo más importante: cuanto va a costar su solución a nuestros ya maltrechos bolsillos. Nada. Minucias. En un circense alehop, se ha limitado a aseverar que este viernes próximo abrirá la caja de la magia y desaparecerán todos nuestros problemas. Y todos nos preguntamos: si la solución era tan fácil y tan al alcance de la mano, ¿por qué no se ha puesto en práctica desde hace meses en lugar de marear la perdiz con Planes E y gaitas similares?

Sr. Zapatero: menos malabarismos, menos juegos de manos, menos trucos burdos de trilero y más soluciones reales. Los españoles, por norma, soportamos las maldades con un sorprendente estoicismo y poseemos una amplia capacidad de aguante y resignación, pero llevamos bastante mal los cachondeitos. Y el suyo empieza a ser bastante cargante.

Esperaremos al viernes próximo. A ver de quien son los muertos que tenemos que mentar esta vez.

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viernes, 20 de noviembre de 2009

Nos hemos vuelto locos.

Titular de la noticia: «Un matrimonio lleva 16 meses con la casa ocupada y sin amparo judicial» . Al parecer, tras regresar de unas vacaciones en el 2008, un matrimonio se encontró con que su casa había sido usurpada por otros inquilinos, las cerraduras, cambiadas y requisados los efectos personales que dejaron en el interior de la vivienda antes de su marcha. Tras el inicio de las correspondientes gestiones judiciales, el asunto parece eternizarse porque un juez se niega a desalojar a los ocupantes aduciendo que estos «carecen de medios para encontrar otra vivienda». Ítem más, la casa es una vivienda social gestionada por el Patronato Municipal de la Vivienda de Barcelona por lo que los desalojados, aún habiendo sido forzosa e ilegítimamente desposeídos de su domicilio y constarle tal situación al mencionado Patronato, como adjudicatarios nominales de la entidad gestora deben continuar pagando el alquiler y las costas de la casa so pena de perder los derechos adquiridos sobre la vivienda social. Y en ese situación llevan desde hace 16 meses. (Fuente 1, Fuente 2 y Fuente 3)

Voy a tratar de averiguar algo más acera de los detalles del caso. Porque el asunto aparenta ser tan surrealista, tan kafkiano, tan estrambótico, tan esperpéntico, tan injustificable, tan aberrante, que no me cabe la menor duda de que deben existir matices que la prensa oculta, o al menos soslaya, en beneficio del efectismo de la noticia. Porque no puede ser verdad que la justicia funcione tan rematadamente mal en este país. Y si es verdad que funciona así de mal, muy muy crudo lo llevamos. Todos. A este paso, vamos a tener que ir aleccionando a las nuevas generaciones sobre su futuro profesional. Al parecer, lo más rentable en la vida será aspirar a usurpador de viviendas. O a pirata somalí que, visto lo visto, también se gana lo suyo de forma cómoda.

PS.- Al contrario que los medios de prensa, de forma consciente he evitado en el texto el empleo del término okupa. Se esté de acuerdo o no con tal filosofía —la del okupa—, las implicaciones ideológicas y morales que conlleva este concepto son de índole muy distinta a lo referido en el artículo. Los señores a los que se refiere la noticia son, simple y llanamente, delincuentes. Perdón. Presuntos. Que en este puto país, todos somos presuntos.

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jueves, 19 de noviembre de 2009

La muerte de Durruti


Tal día como hoy, hace 73 años, en torno a la una de la tarde, caía herido de muerte en las proximidades del frente de la Ciudad Universitaria José Buenaventura Durruti Dumange (o Domingo o Dominguez según las fuentes). Tras varias horas de agonía, su vida terminaría por extinguirse en la habitación número 15 del Hotel Ritz, convertido por azares de la guerra en el Hospital de las Milicias Confederadas de Cataluña. Con él desaparecía, envuelto entre las brumas de la leyenda, una de las figuras más brillantes y significativas del anarquismo ibérico.

La carismática figura del líder anarquista siempre ha estado rodeada de una fascinante aureola, de un halo mítico que ha sido capaz de perdurar hasta nuestros días. Su vida podría considerarse como uno de los más claros y evidentes ejemplos de coherencia ideológica, de cómo alguien es capaz de dedicar toda su existencia a la enconada defensa de unos ideales, al margen de la validez que se le quiera dotar a los mismos. Su trayectoria vital nos muestra la continua lucha de un hombre que hizo de la defensa del ideal libertario y de la consecución de un mundo acorde a estos principios su objetivo aun teniendo en cuenta que no siempre empleara para ello los cauces más adecuados. Durruti fue ante todo una persona de férreas convicciones ideológicas y morales, unas convicciones que marcaron su vida de forma indeleble y al que su afán por defenderlas le llevó al extremo de entregar su vida.

Aun a pesar de la extendida creencia, el activismo anarquista de Durruti no se reduce a su breve intervención durante la Guerra Civil española —recordemos que ésta se inició en julio de 1936 y Durruti falleció en noviembre de ese mismo año—. Hasta ese trágico momento, su vida estuvo marcada por apasionantes acontecimientos que demuestran el coraje y el arrojo del anarquista así como su talante ante la vida. Tal y como definía el escritor y periodista Illya Ehrenburg, que lo conoció y convivió con él, «la vida de Durruti es imposible de narrar. Se parece demasiado a una novela de aventuras». Pero, curiosamente y a pesar de lo apasionante de su periplo vital, quizá hayan sido las circunstancias que rodearon su muerte las que más han contribuido a aumentar ese halo de leyenda que sustenta el mito.

SU MUERTE

En la madrugada del 18 al 19 de noviembre, en la línea del frente de la Ciudad Universitaria, los milicianos se preparan para asaltar el Hospital Clínico, en manos de las tropas moras. Tras varias escaramuzas consiguen acceder al inmueble pero durante su acción son rechazados por los destacamentos allí refugiados y se inicia un brutal combate en el interior del recinto. La lucha se lleva a cabo planta por planta, habitación por habitación, prácticamente cuerpo a cuerpo. Tras varias horas, los milicianos deciden replegarse y volver a sus posiciones iniciales. La moral de los libertarios pasa por uno de sus momentos más desalentadores. Muchos se plantean la posibilidad de abandonar su posición tras haber estado cuatro días combatiendo sin descanso, sin dormir, ateridos por el frío y prácticamente sin comer. Los mandos de la columna informan a Durruti de la difícil situación y éste decide personarse en el frente acompañado de Julio Graves, su chofer habitual, y del sargento Manzana, siendo precedidos en su recorrido por otro vehículo en el que viajan Antonio Bonilla, Lorente y Miguel Doga. Cuando se encuentra a pocas manzanas del Hospital Clínico, Durruti se topa con un grupo de milicianos que parece retirarse y abandonar sus posiciones. Ordena a Graves que detenga el vehículo y desciende con intención de amonestarlos. Tras una breve conversación con ellos, se dirige de nuevo al coche. Se escucha un disparo. Durruti se desploma con el pecho ensangrentado. Es subido al automóvil y conducido a toda velocidad al Hotel Ritz. Tras ser atendido por un equipo médico capitaneado por los doctores Bastos Ansart y Santamaría durante doce horas en las que el herido se debatiría continuamente entre estados de semiinconsciencia, Durruti fallece en la madrugada del 20 de noviembre de 1936. Causa oficial de la muerte: hemorragia pleural causada por herida de arma de fuego.

¿QUIÉN MATÓ A DURRUTI?

Esa es la pregunta del millón y para la que, por desgracia, no existe a día de hoy una respuesta certera y satisfactoria. A falta de evidencias claras y determinantes, a lo más que podemos aspirar es a matizar las condiciones del interrogante. Mucho se ha especulado acerca de las circunstancias que rodearon la muerte de Buenaventura Durruti. Por dudar, incluso se ha puesto en tela de juicio en numerosas ocasiones hasta el lugar exacto en el que transcurrió el incidente. Hay que partir de la premisa de que, sobre el fallecimiento de Durruti, no existe ninguna certeza absoluta salvo la del hecho de su propia muerte y que por ello debemos movernos siempre en el ámbito de las hipótesis —habiéndolas por decenas—. Llegados a este punto vamos a dejar de lado aquellas teorías disparatadas, de corte efectista o de intención claramente manipuladora, tratando de exponer lo que se consideran hechos probados o, al menos, hechos que poseen la suficiente entidad testimonial y documental como para permitir arrojar mínimas dudas acerca de su verosimilitud.

Tras los primeros instantes de confusión, una primera versión oficial apunta que un disparo realizado desde las terrazas del Hospital Clínico de Madrid, en esos instantes tomado por las fuerzas nacionales, acabó con la vida del anarquista. Diversos testimonios manifiestan que el coche en el que viajaba Durruti esa mañana iba ocupado por Graves, el chofer, en la parte delantera y viajando en la parte posterior, se encontraban el sargento Manzana y Durruti. Las declaraciones indican que el vehículo se hallaba estacionado a unos seiscientos metros del hospital cuando Durruti cayó herido, siendo ésta una distancia aceptable para un tirador avezado pero, por otro lado, diferentes testimonios sostienen que el herido presentaba en su zamarra de cuero un rastro circular de pólvora deflagrada, inequívoca señal de un disparo hecho a quemarropa. La información, por sí sola, no es más que otra hipótesis puesto que no se conserva la prenda pero, asociándola a otros detalles conocidos, nos permite argumentar con cierta solvencia la teoría de un disparo hecho a corta distancia. Por ejemplo, las heridas presentadas. Según la creencia generalizada, Durruti tenía alojada en su pecho la bala que lo había herido y que, durante su estancia en el hospital, se estudió la posibilidad de intervenirle con el fin de extraérsela pero, según ciertas fuentes —entre ellas, algunos de los médicos que lo atendieron—, la bala presentaba orificio de entrada en el espacio intercostal ubicado bajo la tetilla izquierda y orificio de salida en el centro de la espalda. Según esas mismas fuentes, es cierto que se estudió la posibilidad de intervenirle pero no para extraer la bala puesto que ésta no se hallaba alojada en el herido, sino con la intención de atajar la profusa hemorragia interna, de extrema gravedad, que éste presentaba. Por tanto, si la trayectoria presentaba orificio de entrada y de salida, es más lógico pensar en la hipótesis de un disparo hecho a quemarropa que en uno realizado a seiscientos metros de distancia. Otro detalle que avala esta teoría: en su declaración inicial, Julio Graves, el chofer, expone que momentos antes de advertir que Durruti caía herido pudo escuchar de forma clara una detonación. Este aporte puede entenderse de múltiples formas. Bien podría referirse a alguno de los disparos producidos en los alrededores —recordemos que la zona era frente de guerra— pero su testimonio nos puede dar a entender que oyó un disparo en concreto, uno que tuvo la oportunidad de escuchar lo suficientemente cercano como para prestarle mayor atención.

Si tomando como base estas deducciones, aceptamos como válida la premisa o hipótesis del disparo a corta distancia, el asunto adquiere otro cariz muy diferente al indicado por la versión oficial. Las personas más próximas a Durruti en el momento de su muerte serían: Julio Graves, el chofer; el sargento Manzana, que lo acompañaba y que descendió del vehículo junto a él y el grupo de milicianos a los que el anarquista se detuvo a reprender. Si seguimos un procedimiento de eliminación, podríamos descartar a los milicianos —una de las múltiples hipótesis existentes apunta hacia ese lado— puesto que Durruti ya había terminado de conversar con ellos y se retiraba hacia el vehículo —de hecho se estaba introduciendo en él— cuando fue alcanzado. La proximidad no parece suficiente para efectuar un disparo a quemarropa. Según otros testimonios, Julio Graves no llegó a descender del vehículo durante el incidente, manteniéndolo en marcha en todo momento por lo que podemos deducir que, desde su posición, se hace inverosímil el que fuese de alguna manera responsable del disparo que acabó con la vida de Durruti. Nos quedan el sargento Manzana y el propio Durruti. Según algunos de los médicos que lo atendieron, profesionales acostumbrados a tratar de forma habitual a heridos en combate, la herida presentaba el aspecto de haber sido producida por una bala del calibre «9 largo» —aspecto que no se puede confirmar ni desmentir puesto que el proyectil no se conserva. Tomemos esta apreciación con la suficiente y necesaria asepsia—. La única arma que solía portar Durruti de forma habitual era un viejo Colt que ocultaba siempre bajo su zamarra. Cabría la posibilidad de un disparo accidental provocado por el propio Durruti pero la aureola de pólvora impresa en el exterior de su cazadora de cuero nos evidencia que el disparo no pudo producirse con esa arma. ¿Llevaba Durruti alguna otra arma ese día? Hay testimonios contradictorios al respecto. Algunos lo afirman, otros lo niegan. En lo que sí coinciden la mayoría de dichos testimonios es que un arma de uso muy común entre los milicianos y particularmente entre los integrantes de la columna Durruti era un subfusil de tipo Schmeisser MP-28 (conocidos popularmente como Naranjeros). Y nuevamente la fatalidad parece entrar en juego. El Naranjero era un arma muy apreciada por su potencia y robustez pero adolecía de un grave defecto de diseño: carecía de seguro de transporte por lo que, una vez montada, el más mínimo golpe provocaba su disparo accidental. Hay constancia de que el coronel López Tienda sufrió una accidente de idénticas características en la zona de la carretera de Extremadura apenas un mes antes de la muerte de Durruti. Y, curiosamente, esta arma usa balas del calibre «9 largo».

Pero no existe constancia alguna de que Durruti portase jamás un Naranjero. Todo lo más, un fusil Mauser.

Sin embargo, quien portaba de forma habitual un Naranjero era el sargento Manzana, acompañante de Durruti ese fatídico día.

Ítem más, existen testimonios que confirman el hecho de que el sargento Manzana fue herido pocos días antes del suceso y que debido a esto llevaba el brazo en cabestrillo —en las exequias de Durruti aún lo llevaba. Existen documentos gráficos al respecto—. Si ese día portaba su arma habitual y contaba con el impedimento de llevar inmovilizado el brazo, no es descabellado suponer que el arma pudo escurrírsele accidentalmente de las manos, golpear el suelo y dispararse fatalmente en el momento en que Durruti se encontraba inclinado en un ángulo cercano a los 90 grados para introducirse dentro del vehículo —recordemos la trayectoria prácticamente plana de la bala—. ¿Ocurrió así? Imposible saberlo. ¿Pudo ocurrir así? Es una conjetura, cuanto menos, factible.

Manteniendo pues esta línea hipotética, podemos concluir que todos los indicios apuntan hacia el hecho de que un desgraciado accidente, provocado por el propio Durruti o, más probablemente, por el sargento Manzana acabó con la vida del líder anarquista el 19 de noviembre de 1936.

LUCES Y SOMBRAS

Si todo se debió a un fatal accidente, ¿por qué del halo mítico creado alrededor del hecho? Existen múltiples razones que permiten explicarlo y decenas de curiosos detalles que permiten avalar cualquiera de dichas razones. En su momento, el principal error fue tratar de ocultar la verdad. ¿Por qué se decidió silenciar los auténticos detalles del suceso? Porque, en ese instante y situación, así convenía a muchos de los sectores implicados en el encubrimiento. La finalidad principal de éste sería la de evitar suspicacias que pudieran derivar en un autentico y definitivo cisma en las filas de la república. En esa época, los ánimos estaban demasiado soliviantados. Los marxistas del POUM, junto a los anarquistas de la FAI y la CNT, en continua pugna con los comunistas por sus diferentes criterios a la hora de implantar la revolución social. Algunos de los sectores más conservadores de la CNT propugnaban la idea de apartar a Durruti ya que consideraban que se estaba radicalizando en exceso y que eso perjudicaba los intereses de la revolución. Por el contrario, los sectores más extremistas de la CNT no estaban de acuerdo con dicha postura ya que veían en Durruti al autentico valedor de sus consignas. En definitiva, cualquier intento de explicar que la causa de todo había sido un desafortunado accidente no habría sido creído por ninguna de las partes; habrían aprovechado la ocasión para desatar una lluvia de acusaciones de unos contra otros que hubiera acabado desembocando en una autentica batalla campal en el seno del gobierno. Y eso no beneficiaba a nadie. Era más sencillo culpar a «una maldita bala fascista» y hacer de ello un frente común.

Por otro lado, al gobierno republicano le interesaba el encubrimiento, principalmente por dos motivos: uno, que la pérdida de un líder tan carismático a manos de un estúpido accidente hubiera provocado la desmoralización inmediata de la tropa. Era preferible echar la culpa a los rebeldes para darles a los milicianos un motivo más de odio, un motivo más para luchar. Y dos, el explicar que el accidente se produjo por la ineficacia del armamento usado, hubiese provocado, además de la propia desmoralización, una desconfianza increíble hacia su material bélico. El gobierno no podía admitir que estaban peleando con armas que si bien no eran defectuosas, eran inseguras y provocaban accidentes. En definitiva, es muy probable que la decisión de ocultar los detalles no fuese tomada con el fin de encubrir un acto ilícito sino más bien por una cuestión de interés coyuntural. Por desgracia, el exceso de cabos sueltos y testimonios contradictorios que surgieron alrededor de una mentira pobremente urdida terminarían por propagar y extender el halo mítico que a día de hoy rodea la muerte de Durruti.

En cualquier caso, conviene recordar que, como en toda disertación hipotética, nos movemos siempre en el terreno de las incertidumbres y que las planteadas en este artículo quizá no consigan más que añadir nuevos interrogantes. Sin datos contrastables no podemos negar de forma tajante que la muerte de Durruti fuese planeada, urdida y ejecutada de forma calculada al igual que no podemos despreciar el hecho de que ciertos detalles de esta historia permanecen como puntos oscuros o contradictorios de cualquier argumentación que pretenda exponerse. Por ejemplo, no podemos descartar —ni probar tampoco— de forma taxativa que el sargento Manzana efectuara un disparo intencionado y no accidental ya que nos resulta muy llamativa la circunstancia de que, una vez acabada la contienda, José Manzana se exiliara en México y que, siendo un representativo miembro anarquista, tratase de evitar todo contacto con antiguos compañeros y con el gobierno republicano en el exilio, hasta el punto de llegar a perderse su pista por completo alrededor del año 1970. O tampoco podemos negar el hecho de que José Manzana, durante el asalto a las Atarazanas del 19 de julio, se encontrara dentro del cuartel al lado de los sublevados y que posteriormente, tras ser tomadas las dependencias militares, saliera de ellas y se uniera a la causa anarquista. Son detalles que, sin acusar directamente a nadie, se hacen difíciles de encajar en cualquiera de los razonamientos, en cualquiera de las conjeturas que se planteen. Y es que, en el fondo, son esas circunstancias las que consiguen que el mito de Durruti perviva en el tiempo. Y que lo siga haciendo después de tantos años.

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viernes, 13 de noviembre de 2009

Cuando la estética sustituye a la ética (II). Según depende

Reflexionando fría y tranquilamente sobre las imágenes que ilustran la entrada de ayer, me he sorprendido de las dimensiones que adquiere el asunto, bastante más profundas y menos maniqueas de lo a priori se puede apreciar tras visionar el impactante cortometraje. Porque una cosa es que nuestro instinto nos haga saltar ante el mensaje directo y sin ambages que se nos pretende mostrar —algo perfectamente lícito. Yo soy el primero que reconozco haber escrito ese post bajo el influjo de ese primer impulso— y otra, que nos paremos a reflexionar sobre el auténtico trasfondo que se pretende mostrar en él: el papel de los reporteros de guerra y la legitimidad de su relación con las entidades en conflicto. Su papel como personas, pero también como profesionales. «Eres reportero. Si quieres ayudar, hazte enfermera, cabrón», espetaba el curtido cámara de televisión José Luis Márquez, uno de los más reconocidos y mejores profesionales del mundo, a un dubitativo Pérez Reverte cuando éste, durante el asedio de Sarajevo y ante la dantesca barbarie presenciada, se planteaba echar una puntual mano a los equipos de ayuda que asistían a los heridos de un bombardeo o a las víctimas de un francotirador. Con cierta perspectiva, no dejo de plantearme que precisamente uno de los principales salvoconductos de este colectivo, el que siempre ha garantizado en cierta medida la integridad de sus miembros, es su carácter de profesional desplazado para hacer un trabajo concreto, abanderado por su aparente neutralidad, su no intercesión, ante el conflicto a cubrir. Estoy convencido de que ha sido precisamente la asunción de tal premisa la que les ha salvado al vida en más de una ocasión. Si los reporteros interactuasen siempre, por sistema y de forma abierta con una u otra de las partes en conflicto, haría tiempo que se habría vetado su presencia. O se les recibiría a tiros nada más verles aparecer. Y su autentica e invaluable labor, nada trivial, que supone informar y dar a conocer la verdad lo más desnuda posible —no olvidemos que así se ha ayudado a ganar muchas contiendas—, se perdería irremisiblemente.

Resulta evidente que el asunto adolece de más caras y aristas de lo que aparenta. ¿Tú que opinas?

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jueves, 12 de noviembre de 2009

Cuando la estética sustituye a la ética

El problema no es la guerra. No sólo. No siempre.

El problema somos nosotros.

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martes, 10 de noviembre de 2009

Lo estábais deseando, que lo sé yo

(Pincha en la imagen)

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lunes, 9 de noviembre de 2009

Popularidad

Siempre he albergado el convencimiento de que el ser reconocido por los demás a causa de la validez y la calidad de tu trabajo es una experiencia sumamente gratificante. A mí no me ha pasado más que en contadas ocasiones, siempre dentro de ámbitos y contextos muy concretos, literarios las más de las veces, y siempre ha sido una experiencia muy agradable. Pero hoy he descubierto dos cosas: 1), que es probable que no siempre y no en todo momento resulte tan gratificante como había pensado y 2), que la cantidad de maleducados por centímetro cuadrado, si bien siempre ha sido elevada, aumenta cada día de forma alarmantemente exponencial.

Hoy he comido en la cafetería de un conocido centro comercial. La mesa de al lado se encontraba ocupada por cuatro personas. Hasta ahí todo muy normal de no ser porque una de esas personas era un popular actor de cine. El grupo parecía pasarlo bien, hablando animadamente de sus cosas, como cualquier otro corrillo de amigos.

Hasta que rugió la marabunta.

Bien es cierto que la reacción más habitual de la gente que acertaba a pasar por su lado era observarlo con gesto de sorpresa y poco más. Sin embargo, no fueron precisamente pocos los que se arrogaron el derecho a interrumpir su conversación, interpelarlo entre estruendosas voces y reclamarle —no pedirle ni solicitarle: reclamarle— unos minutos de atención. Que si «yo te sigo mucho», que si «no veas como te admiro», que si «me encantan todos tus trabajos»... A todo ello, el aludido sonreía con cara de circunstancia y asentía, dando las gracias continuamente mientras el nivel de impertinencia y mala educación que iba surgiendo a su alrededor rayaba lo obsceno. Si sólo se hubiese tratado de una anécdota puntual, podría haber tenido un pase. Hasta seis soplapollas interrumpieron en distintas ocasiones su comida y la conversación que mantenía. Dos de ellos llegaron a urgirlo sin el menor asomo de vergüenza ni consideración para que se incorporase de la mesa, abandonase a sus acompañantes y accediese a posar con ellos para sendas fotos.

Fue uno de esos vergonzosos momentos —vergonzoso de vergüenza ajena— en el que, a poco que reflexiones y te pongas en el lugar del otro, terminas por comprender perfectamente situaciones como la del vídeo.

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sábado, 7 de noviembre de 2009

Y al tercer día siguió resucitando...

jueves, 5 de noviembre de 2009

Nos va la marcha

(No se trata de una campaña publicitaria. Realmente se trata de esto)

Un escritor amigo cuyo nombre, por razones obvias, mantendré en el anonimato sin atreverme a decir que se llama Jerónimo Tristante, defiende la teoría de que, a la gente, lo que le pone es sufrir. Que el afecto es una sensación ineficaz y devaluada por el excesivo manoseo y que lo que de verdad le va a la peña es la marcha, la contundencia y el mensaje directo. En una reciente reunión, entre risas y algo de alcohol —todo hay que decirlo—, mi estimado amigo y colega de letras sugería recorrer ferias, firmas y eventos literarios plasmando, en lugar del tradicional «Con afecto, xxxx», dedicatorias al estilo de: «Que te jodan, calvo de mierda» o «Pero tú, con esa cara de asilvestrao, ¿acaso sabes leer?». El hermano Jero auguraba un extraordinario éxito por lo directa, audaz y contundente de la consigna, pero sobre todo, porque la gente obviaría la sensación del escarnio a cambio de sentirse único y especial por poseer una dedicatoria diferente a la del resto de mortales. Aunque fuese de carácter ofensivo. Sobre todo por ser de carácter ofensivo. Está convencido de que quien comience la moda se va a hinchar a firmar en cuanto se corra la voz. «¡Mira, mira! Ahí hay un tipo que te firma un libro y te insulta». Ni Antonio Gala ni hostias. Todos querrán poseer un ejemplar con tu dedicatoria.

No sé. A veces me planteo que, lo mismo, hasta tiene razón.

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Renacer

Volver a la vida. La bola extra de una máquina de pinball. Rasque y gane. Enhorabuena, ha conseguido usted su premio. Pase de nuevo por la casilla de salida. Try it again. Vuelva usted mañana.

Suerte de sensaciones. Las inspiradas tras ver a alguien muy querido superar, con éxito teñido aún de la natural suspicacia pero con inmejorables espectativas —toquemos madera—, una intervención de triple bypass coronario.

Enhorabuena por tu renacimiento, Juan. Nos alegramos todos. Muchísimo.

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martes, 3 de noviembre de 2009

¡Padrino, búfalo!

Perteneció a una generación de grandes comediantes capaces de hacernos sonreír cuando apenas se podía aspirar a otra cosa. José Isbert, José Luis Ozores, Manolo Gómez Bur, Gracita Morales, Paco Martínez Soria, Manolo Morán, Juanjo Menéndez... Junto con Saza, Leblanc, el grandísimo Manuel Alexandre y el admirado y admirable Alfredo Landa —otro de los más grandes— formaba parte de los últimos representantes de una gloriosa estirpe injustamente denostada durante mucho —demasiado— tiempo. De una generación que nos mostró en la gran pantalla cómo soñaba con suecas, aperturismo, música ye-ye y aroma a incipiente libertad sexual. Ejecutante como nadie del papel de amiguete sinvergüenza, primero, y de españolito de a pie, del funcionario de vida gris y mente aún más gris, después, de todas sus interpretaciones me viene a la memoria la que llevó a cabo en esa joya titulada La gran familia, la de ese entrañable padrino al que toda una caterva de infantes increpaba al grito de ¡padrino, búfalo! y a los que él reprendía con más cariño que irritación aludiendo de pasada al doble sentido que pudiera derivarse de la condición de astado del apelativo.


Ayer, José Luis López Vázquez inició el viaje a ese Olimpo al que, por derecho propio, pertenece.

Que el viaje le sea leve, D. José Luis. Y, ante todo: gracias por todo. Muchas gracias.

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lunes, 2 de noviembre de 2009

ARTE

Sobran las palabras (de veras que sobran)

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domingo, 1 de noviembre de 2009

Yo lloré con Terminator 2

Finalizada la pasada edición de la Semana Negra de Gijón, Carlos Salem y yo compartimos —amén de las correrías sucedidas a lo largo de varios días— plaza contigua en el autobús de regreso. Durante el trayecto —largo trayecto. Larguísimo trayecto— surgieron decenas de conversaciones: delirantes, escabrosas, ociosas..., pero, sobre todo, desternillantes. Con Salem no puede ser de otra manera. Uno de los temas que se trataron fue el de la clase de personas y actitudes que odiamos profunda e, incluso, irracionalmente. Yo sugerí que si alguien merecería desaparecer de la faz de la tierra esos serían los tunos. Y los mimos. Particularmente los mimos. Al hilo de tal apunte, sobre la marcha, comenzamos a hilvanar el esbozo argumental de un relato. Puro entretenimiento. Llegados a nuestro destino, yo olvidé la cuestión. Pero Carlos no. Fruto de esa extravagante digresión nació El albañil cósmico, uno de los relatos que compone la excelente antología Yo lloré con Terminator 2 y que Carlos, amigo y caballero, ha tenido a bien dedicarme.

[Debatiendo arduamente sobre el existencialismo del yo]

Al género en el que se inscribe la antología, el autor ha tenido el acierto de bautizarlo como cerveza-ficción, una suerte de relatos de profunda vocación canalla, nacidos al calor de la barra de un bar y en los que no todo resulta ser lo que parece. Narrados en un tono que podíamos denominar puro Salem —con todo lo que eso conlleva. Cualquier lector habitual suyo sabe a qué me refiero—, dentro de la antología podemos encontrar, entre muchas otras perlas, obras maestras como el relato que da título a la compilación o el titulado Acabo de escapar del cielo. En ellos podemos encontrar reminiscencias tan dispares como el Parodi de Borges o el Chinaski de Bukowski, esencias que Salem sabe manejar con exquisita solvencia sin perder un ápice de su propia identidad, un malabarismo que muy pocos autores son capaces de llevar a cabo. En este tipo de relatos, el relato-canalla, los hay que nacen con la única aspiración de ser canallas y otros, que surgen con la de ser relatos. Si deseas saber en que clasificación se integran los que componen la antología Yo lloré con Terminator 2 tendrás que comprarla y leerla. Pero sea cual sea tu juicio al respecto, de una cosa estoy seguro: no te sentirás defraudado.

El libro se presentará el próximo día 4 de noviembre en Madrid. Si quieres conocer los detalles, quizá asistir a su presentación y, particularmente, cumplir con la inexcusable liturgia de hacerte con un ejemplar firmado por su autor, consulta el apartado Agenda a la izquierda de esta página.

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