Sábado 18 por la mañana. Como decía Nacha Pop, «
la luz de la mañana entra en mi habitación». El día no amanece tan turbio como la jornada anterior, pero tampoco es para tirar cohetes. Nublado con temperatura agradable. El ánimo permanece intacto, blindado, pero los efectos del cansancio, del trasnoche y del ajetreo de varios días consecutivos comienza a hacer mella. Me da pereza levantarme. Tras la ducha y el café de rigor, sin ningún compromiso específico, empleo la mañana en dar un paseo por Gijón. Camino hasta la playa de San Lorenzo y disfruto de la brisa del mar. Me acerco hasta las librerías
Central y
Paradiso para curiosear un rato. Me encanta perderme en lugares así. A mediodía, me dirijo al Don Manuel donde sé que encontraré al resto de gente. Frente a un vermuth, comparto mesa y conversación con
Tristante y
Mercedes Castro. Poco a poco van incorporándose
Salem,
Biedma y los demás habituales. Entre cerveza y amena conversación, la mañana pasa tenue, indolente, menos agitada que las anteriores. Sospecho que, poco a poco, a todos nos va venciendo el cansancio. Decidimos quedarnos a comer en el Don Manuel. Los garbanzos con marisco, bastante sabrosos.
Tras la sobremesa, sobre las cuatro y media, nos subimos al trenecito que conduce a las carpas del festival y, una vez allí, nos acomodamos en la terraza que hay frente a la
Carpa del Encuentro —sede del afamado
Sobere— remoloneando hasta que comiencen los actos a los que tenemos intención de asistir esa tarde. A las seis y media tiene lugar el primero: la presentación de
Un mal día para morir, la excelente novela de la no menos excelente pareja literaria formada por
Empar Fernández y
Pablo Bonell. Además, la presenta el golfo del
Tristante con lo que la coña estaba garantizada. Como así fue.
[Vaya tres patas pa un banco]
Terminada la presentación, me doy una vuelta por la zona de los chiringuitos y me encuentro con dos bellas señoritas que están haciendo entrega en mitad del paseo de un regalo promocional —atentos al dato que, posteriormente, daría su juego y tendría su coña durante el resto del día, la noche y posteriores— a los asistentes a la feria. El presente consiste en un sombrero
Borsalino, elemento negro, criminal y
gangsteril como ninguno, muy acorde con la situación, la ocasión y el momento. Alborozado, me interno entre la avalancha de solicitantes —ya se sabe lo que ocurre en este país cuando se ofrece algo
de gratis—, driblo a una embarazada, zancadilleo a una vieja y estiro el brazo hasta lograr hacerme con uno de ellos. Feliz por la captura, me lo encasqueto y disfruto pensando que mi imagen se asemeja a la de un redivivo
Bogart mientras me acerco hasta el lugar donde aguardan mis compañeros de correrías. Lo que los
mu joputas no me confiesan en que, en lugar de a Bogart, a quien me parezco de verdad, calado el sombrero y a consecuencia de mis rasgos físicos de marcada significación racial, es al «
pápa de la fregoneta». Para mayor escarnio, todos se callaron como putas. Quedó constancia gráfica de la lamentable circunstancia
aquí y
aquí. Y a renglón seguido.
[Jaaaaa, er payo... mala puñalá te den]
A las siete y media tuvo lugar la presentación de la última novela de
Tristante,
1969, acto en el que ofició como maestro de ceremonias el ínclito
Biedma. Los dos muy bien, en su línea y con su gracejo habitual. Cabe destacar que, de la sesión de firmas llevadas a cabo
in situ tras las respectivas presentaciones, la de
Tristante fue de las más nutridas. No me sorprende. Lo cierto es que la novela está bien y del chaval dicen que escribe decentemente —nótese la maldad de escritor envidioso—.
[Si los veis de venir, cuidao con las carteras]
Terminado el evento, nos encaminamos en grupo hacia la caseta de
Negra y Criminal para festejar el
pre-cumpleaños del entrañable
Paco Camarasa —los cumplía al día siguiente—. Tuve ocasión de saludar al bueno de
José María Huerga que había estado muy liado ayudando en la caseta de
NyC y con quien apenas había tenido ocasión de intercambiar unas pocas palabras —
Chema, si sale eso que comentamos de
El documento Saldaña, nos forramos,
my friend—.
Camarasa obsequió a los presentes con vino —no recuerdo la denominación de origen pero estaba bastante bueno—, empanada, chistorra y queso. Terminado el ágape, nos planteamos la posibilidad de volvernos al hotel para cenar. Por desgracia,
Biedma aún tenía un par de actos pendientes que lo mantendrían ocupado hasta las diez y media de la noche. Indudablemente, nosotros, como buenos amigos y solidarios compañeros... lo dejamos allí tirado como una colilla —«
¡Aaaaah!, se siente. Si te toca, te jodes»— y los
Tristantes y un servidor nos marchamos a cenar a
La Iglesiona donde coincidimos con
Oscar Urra y su familia. Tras la cena, regreso al Don Manuel donde nos reencontramos todos de nuevo. Copas, charlas y las primeras nostalgias que comienzan a aflorar. Al día siguiente todo terminará y da la impresión de que ya lo estamos empezando a echar de menos. Por suerte, el cotarro se anima bastante con la celebración «
oficial» —esta vez sí, eran ya las doce y un minuto de la madrugada— del cumpleaños de
Camarasa en los sótanos del Don Manuel. Tarta, copas, felicitaciones, juerga y cachondeo. Estábamos allí prácticamente todos, invitados y organizadores:
Biedma,
Salem,
Tristante,
Fran J. Ortiz,
Domingo Villar,
Argemí,
Fallarás,
David Torres y su guapa acompañante,
Cristina Macía,
Marina Taibo, los editores de
Salto de Página... Incluso la peculiarmente encantadora
Fred Vargas, que hasta ese momento se había mantenido en un plano bastante discreto —a excepción de una curiosa experiencia psicofónica ocurrida la noche del jueves y cuya narración omití a propósito puesto que soy un caballero. El que quiera saber más, que le pregunte a
Tristante, que no lo es—, se unió a la fiesta con bastante presencia de ánimo. Esa noche, Gijón era una fiesta. Fue una fiesta. Como merecía la ocasión.
[Vaya por Dios, ya me han vuelto a pillar con el vaso de agua en la mano...]
Y así, entre bromas, risas y veras, transcurrió la noche. La última noche en Gijón. El inicio del fin.