Mentiras completas y verdades a medias



domingo, 11 de julio de 2010

Montero Glez


Lo conocí hace años a partir de una referencia de un amigo que había leído sus novelas. Lo primero que cayó en mis manos fue su Cuando la noche obliga y quedé absolutamente fascinado por la épica de sus palabras, por ese juego lírico que se te enreda entre los recovecos de la mente y las costuras del alma y te hace delirar como una perra en celo. Una prosa bronca, ruda, ausente de disfraces o alardes pero plena de vida, de belleza, de matices imposibles para alguien que no escriba con la pasión con la que él lo hace. Fue un auténtico descubrimiento. Comencé a visitar de forma asidua su página web donde mantenía —y sigue manteniendo— una peculiar relación con sus lectores, con sus admiradores e incluso con sus detractores. Recuerdo con placer y añoranza haber disfrutado mucho con su desaparecida sección El Rabiadero donde literalmente destrozaba a todo cabrón que se cruzaba en su camino —que no fueron pocos—. De ahí, de mis visitas a su página web, surgieron los primeros contactos. Y fue creciendo el respeto, me gusta pensar que mutuo. Y la constatación de los amigos comunes —el gran Miguel Baquero—. Y tuve el enorme privilegio de ejercer de presentador, conductor y contertulio en la puesta de largo en Madrid de Pólvora negra, premio Azorín 2008, su novela más completa y controvertida hasta el momento.

De aspecto flaco, duro, curtido y mirada torva, algo esquiva al primer asalto, su imagen de peligroso se viene abajo en cuanto tienes la fortuna de traspasar esa primera coraza, entrar en su terreno y disfrutar de la calidez de sus palabras y su presencia. De contemplarlo tal como es, sin dobleces, prejuicios ni medias tintas. Porque si hay una palabra que pueda definir a Montero Glez —tarea casi imposible—, esa es «auténtico». Montero es una rara avis. Un último mohicano en un mundo —el literario— donde la complacencia y la pleitesía, aún siendo moneda de uso común, es una divisa que el amigo Montero no trabaja. Y de ahí, quizá, provienen gran parte de sus males y la etiqueta de conflictivo tan arbitrariamente —o no. La arbitrariedad siempre depende del ojo de quien la denuncia— concedida. En cualquier caso, para bien o para mal, Montero Glez sólo es Montero Glez. Así. Como única etiqueta. Sin aditivos ni conservantes. Y esa quizá sea la razón por la que muchos lo apreciamos. Y respetamos.

Este mes, la revista Standdart publica una entrevista que le hace justicia. Una entrevista en la que, además de la habilidad del entrevistador, se reconoce sin lugar a dudas la casta del verdadero Montero Glez. Mi consejo es que no te la pierdas, máxime cuando puedes leerla online

Es un placer conocerte y compartir gustos y perspectivas contigo, Monterito. Nos vemos en el camino. Mientras tanto, sigue haciéndonos disfrutar con lo tuyo, con lo que tú sabes hacer como nadie. Con esa Pistola y Cuchillo próxima a publicarse y que algunos andamos ansiando desde hace ya un tiempo.

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viernes, 9 de julio de 2010

Disfrutad, disfrutad, malditos

Maldita sea. Este año no pudo ser. Por razones que no vienen al caso, me ha sido imposible asistir a la ineludible cita anual que todo juntaletras de ánimo retorcido, vocación pendenciera e inspiración negrocriminal anhela por estas fechas. ¿Que cuál es el motivo de mi desazón? Es difícil de explicar. Si no se ha vivido ni sentido nunca, el tratar de argumentar qué es, qué se esconde y qué subyace tras el espíritu que imbuye a la Semana Negra de Gijón resulta harto complicado. Quizá sea el buen hacer de sus gestores. O quizá lo fascinante de agrupar en un mismo lugar y tiempo a la mayor parte de referentes de los que tú, como lector que eres, además de autor, sueles disfrutar. Que los autores también somos mitómanos, oiga. O quizá sea el cariño que la organización pone en cada uno de sus detalles para que te sientas como un Gagney cualquiera, «...en la cima del mundo, mamá…». O el ambiente lúdico que prima en todo momento, en todo rincón, sin pausa ni descanso, durante diez días que se te hacen eternamente breves. O quizá lo grato de encontrarte rodeado de una panda de golfos, cierrabarres y sinvergüenzas, algunos de ellos viejos amigos y otros, nuevos amigos por conocer, con los que no cesas de compartir inquietudes y complicidades. Que disfrutan con lo que tú disfrutas, que ríen con lo que tú ríes y que comprenden lo que a muchos otros, con los que compartes tu vida el resto del año, les cuesta tanto comprender...

Lo confieso. No lo sé. No sé de qué se trata. No sé qué es. Tampoco tiene mayor relevancia. No tiene ningún sentido quebrarse la cabeza. Lo único seguro es que me gustaría estar allí, disfrutando de todo lo argumentado. Este año no ha podido ser, pero sé que volverá a ser posible. Es lo que tiene el auparte aunque sólo sea una vez al Tren Negro, ese vehículo del averno que, no me cabe duda, algún día volveré a tomar: que una vez abandonada la estación de la que partiste, estarás irremisiblemente perdido. Para siempre.

Mis mejores deseos, compañeros. Tomaos en la terraza del D. Manuel un whisky a mi salud. Y disfrutad. Disfrutad, malditos.

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domingo, 4 de julio de 2010

Las cosas bien hechas

No suelo ver televisión más que en casos muy puntuales. No tenía ni idea ni de su existencia ni de que se estaba emitiendo. Decidí echarle un vistazo por recomendación del gran Jorge Díaz, hombre de exquisito criterio y que de cosas de televisión sabe un huevo —no en vano, amén de excelente novelista, es uno de los creadores y guionistas de Hospital Central, una de las series más exitosas del panorama televisivo español. Por algo será—. La serie se llama Ojo por ojo y centra su acción en la Barcelona de 1920, en plena ebullición del pistolerismo anarquista y del conflicto laboral entre obreros y la patronal. Al margen de las obvias concesiones de toda obra de ficción, con sus vericuetos argumentales y su trama amorosa, la serie es buena. Muy buena. Con un gran guión y, sobre todo, una cuidadísima ambientación y una recreación de la época tan precisa como impecable. Una rara avis en el panorama televisivo actual invadido por la telebasura. A aquellos que en su momento se la perdieron, pueden echarle un vistazo en la web de RTVE, aquí y aquí. Mi consejo es que no dejéis de verla.


viernes, 2 de julio de 2010

Me pierde esta boquita

Adolezco de muchos defectos. También de alguna virtud. Supongo. Pero los defectos ganan por goleada. Son bastante más numerosos. De entre ellos, hay uno que habitualmente me suele traer por la calle de la amargura.

Soy lo que en lenguaje técnico podría denominarse «un bocas de cojones».

Tengo una lengua que me pierde y me declaro absolutamente incapaz de mantener la boca cerrada cuando creo que debo pronunciarme sobre cualquier aspecto al que se me alude y tengo los datos y argumentos en la mano para hacerlo. Soy incapaz de quedarme callado aun cuando la situación y la prudencia me aconsejen que tal actitud sería la más conveniente.

Ayer me gané la enemistad de una persona debido a ello.

Me encontraba en una reunión con varios amigos, conocidos y amigos de conocidos. Ambiente literario y gente de mal vivir en general. En un momento dado, la conversación derivó hacía la mención a un personaje, un reputado periodista que colabora en distintos medios de alcance nacional. Un periodista de inquietudes literarias que, al parecer, acababa de publicar una novela. O está a punto de hacerlo. No me enteré muy bien. Uno de los presentes resultó ser gran amigo del mencionado y comenzó a glosar bondades sobre su camarada, alabando su gran talla como persona, como profesional y como literato. Durante los primeros embates, me fui callando como pude y me mordí la lengua hasta donde me fue posible. La gota que colmó el vaso fue la observación que el presente hizo con relación a la bonhomía y la honestidad «fuera de toda duda» (sic) del elogiado. Y ahí es donde ya me fue imposible callarme. Sonreí de medio lado —el eterno rictus de sonrisa lobuna que suele aparecer en mi rostro justo momentos antes de meterme en un charco en el que ni tengo vela ni nadie me ha llamado. Quién cojones te manda a ti, Pedrito— e intervine en la conversación para decirle al hagiográfo que su amigo podía ser buena persona, amigo de sus amigos y amante de los animales. Incluso que podía ser buen escritor, pero que, hasta donde yo sabía, era acreedor de un cierto grado de mezquindad y un punto de persona despreciable. Vamos, que si me apuraba un poco, el interfecto era un pelín hijo de puta.

El silencio se podía mascar.

Confuso, el aludido me preguntó que a qué se debía tal afirmación. Yo le dije que tenía referencias precisas de ello, de primera mano, y que en público no deseaba profundizar en las miserias de nadie pero que, en privado, estaría encantado de ofrecerle los detalles. Molesto, mi interlocutor me espetó —con cierta razón, no lo niego— que, puesto que la ofensa se había producido en público, lo justo era justificarla en público. Y le dije que, de acuerdo, pero que, en deferencia a nuestros anfitriones, aquél no era el momento ni el lugar. Y que le daba mi palabra de que ofrecería mis explicaciones en público.

Y aquí estoy para ello. ¿Hay algo más público que un blog? Y, además, con derecho a réplica. Un perfecto dos por uno.

Juzguen ustedes mismos.

***
Hace algunos años un muy buen amigo se erigió en ganador de un certamen literario convocado por una entidad cultural radicada en una capital de provincia de cierta relevancia. La alegría fue mucha porque mi amigo estaba empezando en esto de darle a la tecla y la concesión del premio era una muy buena oportunidad de añadir a su currículo un hito relevante. El día acordado, mi amigo se presentó al acto de recogida del galardón y allí tuvo ocasión de conocer a la persona que, habiendo optado al galardón como él, había sido premiado con el honroso puesto de finalista. Se trataba de un reputado periodista que colaboraba de forma asidua con varios periódicos de tirada nacional. En efecto: tal y como suponen, el periodista antes mencionado. Según le informaron a mi amigo sotto vocce, el periodista andaba un poco escocido por haber quedado finalista, máxime teniendo en cuenta que a) la ciudad donde se convocaba el premio era la ciudad natal del periodista, es decir, que el individuo jugaba en casa y b), uno de sus progenitores era un personaje relevante de la ciudad, con muchos contactos, miembro activo de las fuerzas vivas y que, en su día, incluso llegó a pertenecer a la corporación municipal de la ciudad ocupando una concejalía. Ambos argumentos, unidos a la relevancia de su nombre y su carrera como periodista, parecían haber afianzado al susodicho en la creencia de que la concesión del premio sería poco más que un mero trámite y que estaba prácticamente cantado que sería para su novela —que, en honor a la verdad, no era mala—. Pero no. No había sido el caso. Y la novela de mi amigo fue la que finalmente se alzó con el galardón. Es justo reconocer que el mencionado individuo pareció aceptar con deportividad la cuestión, entendiendo que la única responsabilidad de mi amigo sobre el asunto se circunscribía al hecho de haber escrito una buena novela, mejor que la suya en opinión del jurado. Y sanseacabó. Fueron presentados durante el acto de entrega, a posteriori se tomaron varias cervezas juntos por las tabernas de la ciudad e incluso presentó a mi amigo a su progenitor, el exconcejal. El trato fue en todo momento exquisito, cordial y agradable y mi amigo terminó la visita a la ciudad con un muy buen sabor de boca y una gratísima impresión de su compañero de fatigas literarias. Las bases del concurso literario especificaban que el premio consistía en una determinada cantidad en metálico y la publicación de la novela ganadora. Algo muy habitual entre la bases de concursos literarios. Nada del otro jueves. Pero también especificaban que la novela finalista, si bien llevaba asociado un accesit en metálico, sólo sería publicada a criterio y discreción de la entidad convocante. Al citado periodista le habían asegurado que, por supuesto, su novela sería publicada al igual que la ganadora —Hombre, por Dios... Pues claro que sí... Faltaría más... Basta que seáis vos quien sois... y otros argumentos de similar calado— y, por el momento, en eso quedó el asunto. Todos se fueron para su casa felices y contentos.

Varios meses más tarde, una vez maquetada, corregida e impresa la novela ganadora —la de mi amigo—, se procedió a organizar un acto para presentarla de forma oficial. Con cierta lógica, el evento se llevaría a cabo en la ciudad de la entidad convocante. Con mucha ilusión, mi amigo se trasladó hasta allí dispuesto a pasar una grata jornada. Pero, una vez iniciado el acto, mi amigo comprobó con cierta consternación que al mismo habían acudido tres y el gato. Y uno de ellos pasaba por allí. Mi amigo era plenamente consciente de no tener el poder de convocatoria de Pérez Reverte pero se le cayeron los palos el sombrajo al constatar que hablaría para un auditorio prácticamente vacío. Esa circunstancia en una ciudad que se enorgullece de poseer una cierta tradición cultural y literaria resultaba bastante chocante. Pero el acto terminó por llevarse a cabo. Con más pena que gloria.

Terminado el evento y ofrecidas «off the record» algunas explicaciones por parte de alguna gente que parecía saber de qué iba la vaina, resultó que la entidad convocante había decidido finalmente desestimar la publicación de la novela finalista —mi amigo desconoce los motivos exactos de tal decisión aunque los sospecha, pero, al tratarse de meras conjeturas, prefiere guardarse su teoría para sí—. Enojado ante el incumplimiento de un aparente compromiso pactado de antemano, el finalista se había buscado la vida por su cuenta y terminó por encontrar una editorial que quiso publicar la novela. Poco que objetar. Lo peculiar del asunto es que el susodicho, en una jugada hasta cierto punto maquiavélica, decidió presentar su novela... el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar que la de mi amigo. No una semana después ni una semana antes. No. No un día después o un día antes. No. No un par de horas después ni un par de horas antes. No. Lo hizo el mismo día y a la misma hora haciendo acopio de sus poderes —recordemos, era un personaje de cierta influencia jugando en casa además de un periodista muy bien relacionado— y congregando en su presentación a la mayor parte de periodistas y medios de la ciudad en cuestión que, como digo, era la suya. Es más que probable que el citado periodista no albergase animadversión ninguna hacia mi amigo sino que su aparente maniobra fuese destinada a deslucir el acto convocado por la entidad gestora del premio. Pero la putada se la hizo a mi amigo. Y la excusa de los daños colaterales, para la guerra de Iraq. En la prensa local del día siguiente, la presentación de mi amigo mereció un pequeño recuadro en un rincón de las páginas de cultura mientras que la del finalista ocupó más de media página.

Mi amigo nunca tuvo pruebas que le permitiesen albergar la certeza de que el asunto se había desarrollado tal y como le habían contado, pero todos los hechos ocurridos encajaban milimétricamente con la explicación ofrecida.

***
Y así es como uno termina por ganarse enemigos. De la única manera honrosa que hay de hacerlo: defendiendo a los amigos.

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jueves, 1 de julio de 2010

Decíamos ayer...

A raíz de la entrada de ayer he recibido unos cuantos correos electrónicos —y algún comentario que ha sido pertinentemente borrado del blog. No por su fondo, sino por sus formas. Consiento que se discrepe conmigo, lo que no consiento es que, en mi propia casa, se me miente a la madre— cuyo contenido oscila entre los que me reprochan que no considere justas las reivindicaciones de un colectivo de trabajadores y me increpan directamente llamándome señorito, vendido, aburguesado, aborregado, servil y otras cuantas lindezas más.

Aclarémonos.

Jamás he dicho que las reivindicaciones de los trabajadores de Metro de Madrid sean injustas. Reto a cualquiera a que demuestre que esas palabras han salido de mi boca o de mi teclado.

Si durante estos días —como en los mejores tiempos del caudillo de la voz de pito— las fuerzas del orden hubiesen impedido por la fuerza la convocatoria de huelga de los trabajadores de Metro de Madrid y hubiesen dispersado a la carrera a los piquetes «informativos», todos hubiésemos puesto el grito en el cielo —yo el primero, lo aseguro— por la fragrante vulneración de un derecho esencial recogido en nuestra constitución, un elemento legislativo que a este país le costó 40 años de represión, sangre y sudor. Gracias a Dios, la gran mayoría estamos de acuerdo en que la Constitución es un referente legislativo inamovible y que el justo derecho a la huelga, ganado a pulso durante muchos años de lucha, se recoge de forma inequívoca entre sus artículos. Y contra eso hay muy poco que objetar. La huelga de los trabajadores del Metro de Madrid es absolutamente lícita, se mire por donde se mire.

Pero el juego de la democracia consiste en respetar las leyes promulgadas por consenso. O cambiarlas si se consideran injustas o lesivas. Pero mientras continúen vigentes, su obligado cumplimiento es de vital importancia para que la maquinaria siga funcionando de forma equitativa y con unas mínimas garantías para todos. Y la misma norma legislativa que —de forma absolutamente lícita, repito— considera inviolable el derecho a la huelga establece a su vez el respeto de unos servicios mínimos —considero igual de válidos un 50, un 30 o un 15 por ciento. Pero, aunque mínimos, hablamos de prestar servício— que causen el menor dolo posible a aquellos que no son objetivo directo de la reivindicación que se reclama. Para evitar los «daños colaterales» de quienes, en inferioridad de condiciones, son ajenos al dilema que se debate. Para que, de mala fe, no se vulneren ni se lesionen los derechos de otros ciudadanos que también son acreedores de ellos.

El juego de la democracia no establece que los ciudadanos debamos acatar cuarto y mitad de legislación o expurgar de las leyes aquellas partes que no nos gustan o que resultan incómodas para nuestros intereses. Las leyes se promulgan o se derogan, pero jamás se vulneran. Porque, para todo ciudadano, sin excepción, la vulneración de la ley es un delito. De la misma manera que hubiese sido un delito impedir y sofocar la huelga mediante el uso de la fuerza. El respeto por el consenso, por los derechos de los ciudadanos —de TODOS los ciudadanos— y el fair play no merece menos.

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