Mi amigo, el insigne escritor
Miguel Baquero, comenta en su blog
una anécdota entrañable y divertida —como todas las suyas— acerca del emblemático edificio de la Puerta del Sol que alberga en su azotea el anuncio de
Don Pepe. Buscando entre los recovecos de mi memoria termino por recordar que en los bajos de dicho edificio —que en su época era el Hotel París— se alojaba el
Café de la Montaña, lugar asiduo de tertulias literarias en el Madrid de finales del siglo XIX. Y junto a ese recuerdo llega hasta mí la figura de
Valle Inclán. Porque, casualmente, he pasado recientemente por el
Callejón del Gato, lugar en el que el genial escritor coligió la idea primigenia del
esperpento como figura literaria. Y al leer al entrada de
Miguel Baquero ha vuelto a mi memoria un peculiar y esperpéntico —por qué no decirlo— episodio, uno de los muchos, que jalonan la historia de las letras españolas.
A comienzos del siglo XX los intelectuales de la época frecuentaban asiduamente las llamadas
tertulias de café, única forma de conocerse y entrar en contacto con los círculos culturales en el Madrid de la época. Pero, en contra de lo que se podía pensar, dichas reuniones no eran precisamente un dechado de virtudes, buenas maneras y saber estar. En tales cenáculos corrían que daba gusto las envidias, los contrastes y la diversidad de opinión, de corte político la mayor parte de las veces. La esgrima dialéctica estaba a la orden del día y las enemistades también.
Valle Inclán, al igual que la gran mayoría de los intelectuales de la época —
Pío Baroja, Unamuno, Azorín, Jacinto Benavente…— frecuentaba de forma asidua dichas reuniones. Una tarde de julio de 1899, en el
Café de la Montaña, coinciden entre otros
Valle Inclán y el periodista
Manuel Bueno. En la mesa en la que ambos se reúnen se charla, entre muchas otras banalidades, de la reciente disputa entre un aristócrata llamado
López del Castillo y un artista portugués llamado
Leal da Camara. Una disputa que terminó en emplazamiento de duelo con padrinos y toda la parafernalia. En un momento de la conversación,
Manuel Bueno aboga porque el asunto quedará en aguas de borrajas ya que el portugués es menor de edad y las leyes de honor le impiden participar en un duelo.
Valle Inclán, bastante exaltado por la deriva de la conversación, le espeta al periodista «
no sea usted majadero, que no tiene ni idea de eso». El periodista, visiblemente ofendido, se levanta de su asiento y alza su bastón amenazante. El viejo cascarrabias coge una botella y hace ademán de agredir con ella al periodista al grito de «
majadero, majadero».
Manuel Bueno se defiende como puede y, en el fragor de la pelea, descarga un fuerte bastonazo sobre el brazo de
Valle Inclán. A resultas del mismo, el escritor gallego tuvo que ser atendido en la cercana Casa de Socorro de la calle Navas de Tolosa donde se le apreció una herida contusa al lado de la muñeca del brazo izquierdo. La leyenda popular apunta a que, con el bastonazo, se le clavó en la carne un gemelo de la camisa y que dicha circunstancia le provocó una herida que terminó por gangrenarse obligando a amputar el brazo. El parte médico de ese día, emitido por el doctor
Manuel Barragán Bonet, desmiente tal hipótesis. Lo cierto es que, una vez personados en la Casa de Socorro, se le atiende, se le venda el brazo y aquí paz y después, gloria. Pero la mala fortuna quiso que la herida conllevase una fractura de cubito y radio que pasó inadvertida para los facultativos que lo atendieron y que hizo que, tras varias noches sumido el atroces dolores, el escritor se personase en la Casa de Salud del Paseo de la Castellana, descubriendo que la inadvertida fractura ha provocado una grave infección interna que amenaza gangrena y que se hace necesario amputar parte del brazo para atajarla.

La imaginería de la época, alimentada en gran medida por la socarronería del propio
Valle Inclán, provocó un sin numero de teorías, a cada cual más disparatada, acerca de la pérdida de su brazo. Que si «
se lo había comido un león durante una expedición en África», que sí lo había perdido «
un día al rascarse dentro de la barba»… Pero lo cierto es que la verdad del asunto fue bastante más prosaica.
Para que luego digan que los escritores son gente sensible y civilizada. Pendencieros. Eso es lo que son. Unos pendencieros.