El pasado fin de semana, a instancia de
nuestro querido amigo Sergio Vera —también conocido entre nosotros de forma coloquial como
El cabroncete de Cuenca—, el afamado escritor
Jerónimo Tristante y un humilde servidor de ustedes fuimos invitados a participar en un acto literario promovido por el club de lectura «
Prison Read» integrado por el colectivo de presos de la cárcel de Cuenca del cual
Sergio es coordinador. Según tengo entendido, el nombre fue sugerencia del propio
Sergio. Con ello entenderán ustedes algo mejor la precisión del coloquial apelativo antes mencionado.
Para el
Jero y para mí era la primera experiencia dentro de un centro penitenciario —por mucho que las malas lenguas y las gentes del
Facebook apunten lo contrario—. Acudí a la cita con expectación y sin saber qué iba a encontrarme exactamente. Lo único de lo que tenía constancia era de que, en las semanas previas, el club había programado la lectura de todas mis novelas. Por vez primera en mi vida iba a enfrentarme y contrastar opiniones con un auditorio de lectores que habían leído TODO lo que yo había publicado. Un servidor, que no es que sea alguien particularmente mal pensado pero que le gusta ponerse en situación en todos los escenarios posibles, se enfrentó al acto programado con cierta caución, sospechando que, quizá, el hecho de que el pertenecer al club de lectura concediese ciertos —escasos, pero algunos— beneficios penitenciarios hubiese primado sobre el
entusiasmo lector de tan heterogéneo grupo y que el publico asistente estaba allí «
porque tenía que estar» y que, quizá, se la soplaba lo que un humilde servidor de ustedes hubiese escrito o dejado de escribir.
Lo que me encontré superó con creces todas mis expectativas. Hasta las más optimistas.
Debatir sobre cuestiones literarias con una sala repleta en la que TODOS los presentes se conocen al dedillo tus personajes, que han disfrutado recreando las situaciones planteadas en tus textos, que los han leído con placer —unos más que otros, supongo—, que plantean matices, enfoques y preguntas en las que muchos lectores autoconsiderados
avezados ni siquiera repararían aun releyesen la obra decenas de veces. Conversar con gente que, dentro de sus modos y maneras —algunas más rudas que otras—, te trata con un respeto reverencial, con deferencia extrema, con una exquisita cortesía... Descubrir en los ojos de tus interlocutores, acostumbrados a contemplar las situaciones más crudas, salvajes y demoledoras de la vida, un brillo de noble agradecimiento, tan intenso como sincero, por el simple y banal hecho de que tú hayas acudido hasta allí —otra forma no es posible. Más lo sienten ellos, supongo— a conversar de esos textos que les han ayudado a que el tiempo, ese tiempo carcelario que siempre se dilata en exceso, se les haya hecho más breve —o, al menos, más llevadero—... Todo eso... Todo ello... ha resultado ser una de las más gratificantes experiencias que este humilde artesano de las letras haya podido disfrutar nunca. De las que no tienen precio. Para todo lo demás,
Mastercard.
Y, en gran medida, todo ello, tanto los «
de dentro» como nosotros, «
los de fuera», se lo debemos al tesón y la calidad humana de
Sergio, de quien, si no fuese un cabroncete, hasta podríamos decir que es una persona excepcional.