El viernes por la tarde, el escritor
Jerónimo Tristante celebró un encuentro con los lectores en un lugar de excepción: el auditorio del
Museo del Romanticismo de Madrid, abierto de nuevo al público recientemente tras una excesiva e indeseada clausura para su rehabilitación. Un servidor albergo el honor de ser invitado en calidad de presentador e introductor del acto y allá que nos fuimos. El evento, que congregó a viejos amigos y conocidos —la gente de los foros literarios
AbreteLibro y
ForoLibro, el autor
Jorge Magano, el escritor y cronista de la actualidad literaria madrileña
Armando Rodera (este chico tiene el don de la ubicuidad)...—, transcurrió en un ambiente cómplice, ameno y distendido donde
Jerónimo demostró sus tablas y su buen hacer a la hora de meterse al publico en el bolsillo. Se desvelaron diversos aspectos de su obra y se hizo especial hincapié en su trilogía protagonizada por el detective Víctor Ros, de la que
Jerónimo acaba de publicar su última entrega, la más que recomendable
El enigma de la calle Calabria. Tras la charla y la preceptiva ronda de preguntas, la gestora del Museo, la diligente y encantadora
María Jesús, tuvo la deferencia de invitarnos a los presentes a un recorrido a puerta cerrada por el museo. Tras la visita he de confesar que su prolongado cierre, aún habiéndose demorado más de lo deseable —guardo una entrañable y divertida anécdota al respecto ocurrida durante la redacción de
El documento Saldaña—, está plenamente justificado. Los responsables del museo han llevado a cabo una impecable labor de restauración y reorganización de contenidos, convirtiendo la visita a este excepcional palacio de finales del siglo XVIII en algo no sólo recomendable sino absolutamente imprescindible.
[fotografías: Jerom Ferrández]
Terminado el evento y tras una cervecita rápida con los asistentes, me dirigí a la fiesta que cada año organiza el grupo Planeta con motivo de la clausura de la Feria del Libro de Madrid. Un encuentro que, junto con la fiesta de
El Mundo y la de
Random House Mondadori, se ha convertido en uno de los más clásicos «
can't miss» literarios de la capital —¡tóma ya!, redactando como si esto fuera para
Vogue—. La ocasión perfecta para reencontrarme con viejos y queridos amigos a los no tengo ocasión de frecuentar tan a menudo como me gustaría. Nada más llegar me encuentro con la dicharachera
Isabel Camblor, con
Francisco Valbuena y con el director de
Culturamas, mi viejo amigo
Javier Vázquez Losada. También me encuentro con mis queridas
Gloria Fernández Rozas y con
Isabel Martín, que publica una novela por estas fechas titulada
La curandera de Atenas de la que me han asegurado que es canela fina. Y con mi apreciado
Javier Puebla que, para la ocasión, había cambiado su impenitente sombrero por una gorra y estaba cuasi irreconocible —parece una tontuna pero es rigurosamente cierto—. Durante la velada me presentan a
Manuel Francisco Reina —un tipo realmente encantador— y tengo ocasión de intercambiar saludos y unas palabras, entre otros, con
David Torres,
Nacho del Valle,
Fernando Marías,
Marta Rivera de la Cruz y de darle un abrazote y mi más efusiva enhorabuena a la guapísima
Vanessa Montfort, flamante ganadora tan solo un par de días antes del premio
Ateneo de Sevilla. Cumplido el objetivo, me retiro discretamente con destino a otra cita: en un restaurante cercano cenan los asistentes a la charla del
Museo del Romanticismo antes mencionada acompañados por
Juan Ramón Biedma —que ha acudido a Madrid para promocionar su última novela, la excelente
El humo en la botella— y el golfo de
Carlos Salem. No puedo marcharme a casa sin, como poco, pasarme a saludar a todos los miembros de la
Generación Torrezno reunidos al fin tras tanto tiempo, asumiendo lo que eso supone. Lo que supuso. Acabar a las dos de la mañana en
Los diablos azules degustando uno de los mejores
gintonics —
Emilio's se llamaba el combinado— que me han servido nunca.
Qué sufrida es la vida del novelista.
A la mañana siguiente toca jornada pululando por los stands Feria del Libro y serias promesas de pasarlo mejor que bien. Por desgracia, el tiempo no acompaña y caen chuzos de punta desde muy temprano. Nos pasamos por la caseta de
Salto de Página donde firma un sorprendentemente entero —el último
gintonic de la noche anterior me lo tomé con él—
Carlos Salem. Justo al otro lado del paseo firma un atribulado
Tristante al que los lectores que ya tenía arremolinados frente a la caseta le han huido a consecuencia del último chaparrón. Tras saludar a ambos dos me encamino hacia la caseta de
Estudio en Escarlata donde firman
Biedma y el genial
Óscar Urra. La feria, floja, y la lluvia, que no cesa. A las dos y media se termina la sesión de firmas de la mañana y nos marchamos todos juntos a comer acompañados por nuestra respectiva parentela y por algunos amigos sumados a última hora —
David Bakerman Panadero,
Rubén Sánchez Trigos,
Cristina Bronte...—. Ya en el restaurante se nos une la visita más esperada de la jornada, recién llegada del mismo Cuenca:
Sergio Vera, de quien
ya he hablado en otras ocasiones en este blog, acompañado por su padre,
José Ángel. Mesa, sobremesa y tarde de risas, copas y más risas —y más copas— a las que se sumó a última hora
Eduardo Melón. Menuda caterva de golfos y sinvergüenzas. Casi nos tienen que echar del restaurante y si al final no resultó necesario fue debido a que alguno de los presentes firmaba esa tarde y como para esas cosas son muy serios y profesionales, nos marchamos de allí
motu proprio. Una vez de vuelta a la feria y mientras el resto de bandarras del grupo firmaban lo que podían, yo pasé la tarde en compañía de los conquenses. Estuvimos saludando al siempre cordial
Lorenzo Silva —autor por quien
Sergio alberga una gran estima ya que sus obras fueron las que le iniciaron en la novela policiaca— y ya a punto de marcharse de vuelta al terruño,
El niño de Cuenca —estupendo nombre para un torero— pudo poner la guinda a su visita a Madrid gracias al encuentro
casual con uno de sus autores más admirados:
David Jasso —un tipo encantador, sencillo y cordial donde los haya al que asaltamos en mitad del paseo y poco menos que
secuestramos para que
Sergio pudiese conocerlo—. Tras la marcha de los de Cuenca y el término de la sesión de firmas de la tarde por parte de aquellos que estaban obligados a ello por contrato, procedimos a tomarnos un momento de relax antes de dar por concluida la jornada ¿Dónde? En una cervecería cercana, como mandan los cánones. Y para allá que nos fuimos, acompañados de —otra vez— nuestras respectivas parentelas,
Biedma,
Tristante y un servidor en compañía de una popular escritora que se unió al grupo y cuyo nombre omitiré ya que prefiere permanecer en el
economato —debe ser que no le gusta que se sepa que anda con según que gente. La verdad es que no me sorprende. Yo, si pudiese, también lo haría— . Así, de esta bucólica manera, entre cervezas y raciones de chopitos degustadas hasta altas horas de la madrugada, dimos por terminada la
extenuante jornada con la que, para mí, concluyó esta edición de la Feria del Libro —el domingo no pude asistir a la feria por compromisos de otra índole—. A la espera de la siguiente. Un año más. Hasta el año que viene.