En 1947, el
Bulletin of Atomic Scientist, una revista científica editada por la universidad de Chicago, decidió crear un símbolo alegórico que mostrase al mundo, de la forma más gráfica y explícita posible, el profundo riesgo inherente a la energía nuclear y a su incipiente uso armamentístico —hacía tan sólo dos años de lo de Hiroshima y Nagasaki—. Para ello idearon la imagen de un reloj cuya manecilla pequeña, la de las horas, apuntase a las doce y la de los minutos apuntase al minuto 55, tratando de expresar de esta manera la urgencia y la proximidad de una hecatombe que, a unas simbólicas
doce en punto, acabaría con la humanidad. El símbolo se denominó el
Reloj del Juicio Final y la imagen caló hondo en el imaginario popular hasta el punto de emplearse hasta la saciedad en tratados, textos, obras literarias, películas y hasta en canciones —«
Two minutes to midnight», Iron Maiden—. Desde su creación, el minutero de dicho reloj ha sido periódicamente atrasado y adelantado de manera simbólica para tratar de mostrar a la opinión pública lo cerca que la humanidad se encontraba en ese momento de la extinción total. Por poner un mero ejemplo, cuando en 1949, la URSS ensayó con éxito su primer dispositivo nuclear, el minutero se situó en el minuto 57 y cuando en 1952, EEUU hizo detonar su primera bomba termonuclear, la aguja alcanzó el minuto 58.
Pero hubo una ocasión, una al menos, en la que el
Reloj del Juicio Final se detuvo a escasos segundos de la medianoche.
Década de los ochenta. No sólo colean los rescoldos de la Guerra Fría sino que ésta, tras unos años de paz sostenida, entra en un periodo de alarmante auge. El desarrollo de la
Iniciativa de Defensa Estratégica —conocida popularmente como
Guerra de las Galaxias— se encuentra en pleno apogeo auspiciada por
Ronald Reagan, presidente los EEUU, que blande como argumento su intención de ser el garante de la paz mundial, un papel que ejercerá mediante una
postura disuasoria que sostendrá gracias a su maquinaria bélica. La URSS aún es una potencia mundial y se mantiene en la pugna tratando de equilibrar su arsenal armamentístico con el del coloso americano. Las dos naciones emplean gran parte de sus recursos económicos y logísticos en llevar a cabo una política de rearme a la mayor escala posible. Ambas potencias terminan atesorando un arsenal nuclear capaz de borrar de la faz de la tierra todo rastro de vida. Varias veces.
Y a punto estuvieron de lograrlo.
El 26 de septiembre de 1983, a las 00:14 (hora de Moscú), se produce lo que posteriormente se conoció como
El incidente del equinoccio de otoño. Uno de los satélites logísticos de alerta temprana de la URSS detecta cómo, desde una base de los EEUU ubicada en Montana, se dispara un misil balístico intercontinental. Tiempo estimado de impacto en suelo soviético: 20 minutos. El teniente coronel
Stanislav Petrov se encuentra esa noche a cargo del búnker
Sepukhov-15, centro del GRU (inteligencia militar soviética) desde el que se coordina el sistema de defensa aeroespacial. Su misión es alertar a sus superiores de cualquier ataque para proceder a una inmediata respuesta. Tres semanas antes, la aviación rusa había derribado un avión de pasajeros coreano que, por error, había invadido el espacio aéreo soviético —el tristemente célebre caso del vuelo 007 de Korean Air—, acabando con la vida de sus 269 pasajeros, entre ellos, varios norteamericanos incluyendo un congresista. Ante el aviso del satélite, en
Sepukhov-15 se disparan todas las alertas. Algunos de los subordinados del teniente coronel
Petrov estiman que el ataque desde Montana es una clara represalia por el derribo del avión comercial y sugieren avisar inmediatamente al
Politburó para proceder a una contundente respuesta armada de la misma magnitud, es decir, con todo su arsenal nuclear disponible.
Petrov ordena mantener la calma. Conoce cuales serán las consecuencias inmediatas si comunica el hecho a sus superiores y su intuición, tan simple como preclara, le dice que nadie declara una guerra disparando un único misil cuando dispone de miles de ellos. Las instrucciones de
Petrov son tan tajantes como sorprendentes: por el momento no se comunicará el incidente a nadie. Se limitarían a esperar unos minutos. Sus subordinados se remueven inquietos. Aquello vulnera por completo el protocolo de seguridad establecido, pero
Petrov se mantiene firme en su decisión. Seis minutos más tarde, el mismo satélite alerta de que cuatro misiles más han sido disparados desde suelo americano. El centro de coordinación aeroespacial ruso se convierte en la antesala del infierno. Todos gritan y se producen algunos conatos de sedición. Pero
Petrov conoce al dedillo las peculiaridades del satélite OKO de alerta temprana y continúa considerando que la alarma puede ser falsa. A duras penas hace valer su autoridad y logra que todos en el centro se mantengan en sus puestos. Tras catorce angustiosos minutos, se demuestra que
Petrov tenía razón. La alarma había sido causada por una extraña conjunción posicional entre la Tierra, el Sol y el satélite lo que provocó que sus sensores determinaran que se había producido el inicio de un ataque. Al ser interrogado por sus superiores acerca del motivo por el cual se había negado a dar la alerta, simplemente contestó:
«
La gente no empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles».
El incidente puso de manifiesto lo peligroso de confiar a las máquinas la toma de decisiones —algo que se evaluaba por aquel entonces. Que fuesen los ordenadores los que respondieran de forma automática ante una agresión externa— e hizo que algunos dirigentes soviéticos se replantearan algunas premisas. En cuestión de disciplina militar se consideró que el teniente coronel
Petrov había tomado una decisión equivocada —su deber era comunicar el hecho a sus superiores y no tomar la decisión por ellos— y lo que era aún menos permisible: había desobedecido las órdenes encomendadas, algo imperdonable para la estricta jerarquía militar soviética. Se convirtió en una persona de
confianza no probada. Dadas las obvias circunstancias no lo castigaron pero lo relegaron a un puesto inferior hasta el día de su jubilación, ocultando el incidente hasta que, tras la llegada de la
Perestroika, uno de los oficiales bajo su mando, testigo de la situación vivida, publicó un libro narrando los hechos.
En 2004, a
Petrov le fue concedido el premio
World Citizen Award por ser «
el hombre que evitó un holocausto nuclear». En el 2006 viajó a EEUU para ser homenajeado por las Naciones Unidas.
En la actualidad,
Petrov se encuentra retirado del ejército y pasa sus días de una manera muy modesta en Fryazino, Rusia. Jamás se consideró un héroe por lo que hizo ese día. El día en que el mundo estuvo a punto de desaparecer.