Leo la última entrada del blog del escritor
Miguel Baquero, el más que recomendable
A esto llevan los excesos, y no puedo por menos que verme retratado en bastantes de las tribulaciones que tan acertadamente expone en ella. Lo peculiar de la entrada de su blog es, sobre todo, la clarividente certeza del trasfondo de lo que propone. El comprobar cómo los demás comienzan a mirarte como un bicho raro en cuanto se enteran de que escribes y publicas libros. Un día eres el tío de siempre, ese compañero con el que tomarse unas cañas y echarse unas risas y, al siguiente, pasas a ser una especie de paria por exceso, un intocable de una casta a la que ni pretenden acceder ni intentan aproximarse. Y todos tus actos pasan, de la noche a la mañana, a ser evaluados con escrupulosa meticulosidad y a estar supeditados a una determinada vara de medir que obedece a no se sabe muy bien qué extraños criterios. Como muy bien explica el amigo
Baquero a modo de parábola, si dices que has escrito un libro, muchas de las reacciones serán ataques directos a tu supuesta y aparente vanidad fatua —«
Míralo. Que ha escrito un libro, dice. ¿Quien coño se habrá creído que es?»—. Si lo callas... ¡Ay!, si lo callas y se enteran, es peor —«
Míralo. Ha pasado de decirnos nada. Como si no estuviésemos a la altura ¿Quién coño se habrá creído que es?»—. Y si, escarmentado, lo revelas en
petit comité, la reacción no es distinta —«
Míralo. Se lo dice sólo a sus amiguitos, a los de su camarilla ¿Quién coño se habrá creído que es?»—. Y uno, que tira más bien a pudoroso y a poco dado a los excesos del alarde —
Baquero, que desde hace años me honra con su amistad y que ha sido testigo de mis balbuceantes inicios literarios, puede confirmar tal extremo. De hecho, ya lo hizo en su día en el primer párrafo de
esta entrevista—, que lo único que busca es disfrutar de las alegrías que pueda darte la vida y hacer disfrutar con ellas a los que te rodean y a alguno más que pasa por ahí, termina por sentirse como un extraño en tierra extraña. Y al final, las relaciones sociales del escritor que ha tenido la suerte de dejar de ser inédito terminan por convertirse en un pequeño infierno de malentendidos en el que resulta imposible contentar a todos y donde terminas por comprender perfectamente a gente como
Pynchon o
Salinger. Que los den por culo a todos.
Pero el amigo
Baquero ha omitido en su excelente entrada —o no se ha olvidado y simplemente ha preferido obviarlo— un contexto donde este asunto adquiere tintes casi esperpénticos: tu vida social en la red. Que tiene tela la cosa. Allí donde te acerques —blogs, foros, etc—, si cometes la imprudente ingenuidad de anunciar —casi con más pudor que orgullo— que has publicado un libro o que estás en vías de conseguirlo, pasas a convertirte de inmediato en el blanco de iras y comentarios de determinada gente, circunstancia agravada por la impunidad con la que tales comentarios pueden verterse debido al aparente anonimato de las fuentes. Es lo que tiene Internet, que no es necesario rendir cuentas a nadie. Gente con un verbo pretendidamente hiriente —la gran mayoría dan autentica grima cuando no lástima directamente— y la supuesta frase brillante y ofensiva colgando de la comisura de los labios. Pero, en ese contexto, la situación se enrarece hasta el punto de convertirse en un absurdo casi surrealista. Porque si bien, en la
vida real, la gente que opina sobre ti es gente más o menos próxima con un conocimiento previo de tus circunstancias vitales, en la red, cualquier imbécil con un teclado en la mano se permite el lujo de, a partir de tres frases tuyas puestas en un comentario de un foro y sacadas de contexto la mayor parte de las veces, diseccionar tu vida, tu carácter, tus aparentes glorias y tus supuestas miserias con una autoridad digna de aquél que ha comido en tu mismo plato y ha compartido lupanar contigo. Hay auténticos profesionales del asunto diseminados por la red.
Entre blogs y foros, suelo frecuentar de forma asidua unos ocho o nueve lugares y no hay ninguno de ellos en el que, al menos una vez, no haya salido a hostias dialécticas con alguien —incluyendo el mío propio—. Y a lo mejor el problema está en mí, no lo discuto. Pero lo curioso del asunto es que las controversias casi nunca suelen surgir a raíz de las opiniones vertidas. Eso sería entrar en el terreno del debate y la contraposición de ideas en cualquier foro me parece un ejercicio de lo más sano y recomendable. Las insidias suelen ceñirse a aspectos que ni siquiera tienen que ver con el sentido de tus comentarios. Son simples ataques gratuitos, sin provocación previa,
ad hominem en la mayoría de las ocasiones y que aluden a aspectos de tu vida que tu interlocutor no conoce ni de oídas. Desde tu supuesta filiación política hasta tus aparentes envidias hacia otros escritores pasando por tus pretendidas aptitudes literarias —aun sin haber leído nada de lo que has escrito y publicado— o tu calidad como persona, hay toda una amplia gama de
acusaciones que uno debe tratar de soportar con estoica resignación como pretendidos lances del juego. Y, en principio, así pretendes asumirlos dejándolos correr. Pero la paciencia tiene un límite. La primera la sueles pasar, la segunda tiras alguna puya. Hasta que algún día te pillan con los cables cruzados. Ese día, acabas diciendo lo mismo que
Pynchon o
Salinger —
que los den por culo a todos— pero con otro sentido. ¿No quieren cazar? Pues vamos de caza. Y se monta el belén. Y cuando, tras meterte los dedos en la boca repetidas veces, sueltas por ella todos los espumarajos posibles y pasas directamente a mentarles a la madre, la respuesta termina siendo invariablemente la misma: «
Vaya salida de tono. No, si ya decía yo que era un exaltado». Vaya usted a la mierda, hombre.
Ya me huelo las reacciones suscitadas por esta entrada. Que vengan. De uno en uno o en grupo. Los estoy esperando. Sí, a los de siempre.