Adolezco de muchos defectos. También de alguna virtud. Supongo. Pero los defectos ganan por goleada. Son bastante más numerosos. De entre ellos, hay uno que habitualmente me suele traer por la calle de la amargura.
Soy lo que en lenguaje técnico podría denominarse «
un bocas de cojones».
Tengo una lengua que me pierde y me declaro absolutamente incapaz de mantener la boca cerrada cuando creo que debo pronunciarme sobre cualquier aspecto al que se me alude y tengo los datos y argumentos en la mano para hacerlo. Soy incapaz de quedarme callado aun cuando la situación y la prudencia me aconsejen que tal actitud sería la más conveniente.
Ayer me gané la enemistad de una persona debido a ello.
Me encontraba en una reunión con varios amigos, conocidos y amigos de conocidos. Ambiente literario y gente de mal vivir en general. En un momento dado, la conversación derivó hacía la mención a un personaje, un reputado periodista que colabora en distintos medios de alcance nacional. Un periodista de inquietudes literarias que, al parecer, acababa de publicar una novela. O está a punto de hacerlo. No me enteré muy bien. Uno de los presentes resultó ser gran amigo del mencionado y comenzó a glosar bondades sobre su camarada, alabando su gran talla como persona, como profesional y como literato. Durante los primeros embates, me fui callando como pude y me mordí la lengua hasta donde me fue posible. La gota que colmó el vaso fue la observación que el presente hizo con relación a la bonhomía y la honestidad «
fuera de toda duda» (sic) del elogiado. Y ahí es donde ya me fue imposible callarme. Sonreí de medio lado —el eterno rictus de sonrisa lobuna que suele aparecer en mi rostro justo momentos antes de meterme en un charco en el que ni tengo vela ni nadie me ha llamado. Quién cojones te manda a ti, Pedrito— e intervine en la conversación para decirle al hagiográfo que su amigo podía ser buena persona, amigo de sus amigos y amante de los animales. Incluso que podía ser buen escritor, pero que, hasta donde yo sabía, era acreedor de un cierto grado de mezquindad y un punto de persona despreciable. Vamos, que si me apuraba un poco, el interfecto era un pelín hijo de puta.
El silencio se podía mascar.
Confuso, el aludido me preguntó que a qué se debía tal afirmación. Yo le dije que tenía referencias precisas de ello, de primera mano, y que en público no deseaba profundizar en las miserias de nadie pero que, en privado, estaría encantado de ofrecerle los detalles. Molesto, mi interlocutor me espetó —con cierta razón, no lo niego— que, puesto que la ofensa se había producido en público, lo justo era justificarla en público. Y le dije que, de acuerdo, pero que, en deferencia a nuestros anfitriones, aquél no era el momento ni el lugar. Y que le daba mi palabra de que ofrecería mis explicaciones en público.
Y aquí estoy para ello. ¿Hay algo más público que un blog? Y, además, con derecho a réplica. Un perfecto dos por uno.
Juzguen ustedes mismos.
***
Hace algunos años un muy buen amigo se erigió en ganador de un certamen literario convocado por una entidad cultural radicada en una capital de provincia de cierta relevancia. La alegría fue mucha porque mi amigo estaba empezando en esto de darle a la tecla y la concesión del premio era una muy buena oportunidad de añadir a su currículo un hito relevante. El día acordado, mi amigo se presentó al acto de recogida del galardón y allí tuvo ocasión de conocer a la persona que, habiendo optado al galardón como él, había sido premiado con el honroso puesto de finalista. Se trataba de un reputado periodista que colaboraba de forma asidua con varios periódicos de tirada nacional. En efecto: tal y como suponen, el periodista antes mencionado. Según le informaron a mi amigo
sotto vocce, el periodista andaba un poco
escocido por haber quedado finalista, máxime teniendo en cuenta que a) la ciudad donde se convocaba el premio era la ciudad natal del periodista, es decir, que el individuo
jugaba en casa y b), uno de sus progenitores era un personaje relevante de la ciudad, con muchos contactos, miembro activo de las
fuerzas vivas y que, en su día, incluso llegó a pertenecer a la corporación municipal de la ciudad ocupando una concejalía. Ambos argumentos, unidos a la relevancia de su nombre y su carrera como periodista, parecían haber afianzado al susodicho en la creencia de que la concesión del premio sería poco más que un mero trámite y que estaba prácticamente
cantado que sería para su novela —que, en honor a la verdad, no era mala—. Pero no. No había sido el caso. Y la novela de mi amigo fue la que finalmente se alzó con el galardón. Es justo reconocer que el mencionado individuo pareció aceptar con deportividad la cuestión, entendiendo que la única responsabilidad de mi amigo sobre el asunto se circunscribía al hecho de haber escrito una buena novela, mejor que la suya en opinión del jurado. Y sanseacabó. Fueron presentados durante el acto de entrega, a posteriori se tomaron varias cervezas juntos por las tabernas de la ciudad e incluso presentó a mi amigo a su progenitor, el exconcejal. El trato fue en todo momento exquisito, cordial y agradable y mi amigo terminó la visita a la ciudad con un muy buen sabor de boca y una gratísima impresión de su compañero de fatigas literarias. Las bases del concurso literario especificaban que el premio consistía en una determinada cantidad en metálico y la publicación de la novela ganadora. Algo muy habitual entre la bases de concursos literarios. Nada del otro jueves. Pero también especificaban que la novela finalista, si bien llevaba asociado un accesit en metálico, sólo sería publicada a criterio y discreción de la entidad convocante. Al citado periodista le habían asegurado que, por supuesto, su novela sería publicada al igual que la ganadora —
Hombre, por Dios... Pues claro que sí... Faltaría más... Basta que seáis vos quien sois... y otros argumentos de similar calado— y, por el momento, en eso quedó el asunto. Todos se fueron para su casa felices y contentos.
Varios meses más tarde, una vez maquetada, corregida e impresa la novela ganadora —la de mi amigo—, se procedió a organizar un acto para presentarla de forma oficial. Con cierta lógica, el evento se llevaría a cabo en la ciudad de la entidad convocante. Con mucha ilusión, mi amigo se trasladó hasta allí dispuesto a pasar una grata jornada. Pero, una vez iniciado el acto, mi amigo comprobó con cierta consternación que al mismo habían acudido tres y el gato. Y uno de ellos pasaba por allí. Mi amigo era plenamente consciente de no tener el poder de convocatoria de
Pérez Reverte pero se le cayeron los palos el sombrajo al constatar que hablaría para un auditorio prácticamente vacío. Esa circunstancia en una ciudad que se enorgullece de poseer una cierta tradición cultural y literaria resultaba bastante chocante. Pero el acto terminó por llevarse a cabo. Con más pena que gloria.
Terminado el evento y ofrecidas «
off the record» algunas explicaciones por parte de alguna gente que parecía saber de qué iba la vaina, resultó que la entidad convocante había decidido finalmente desestimar la publicación de la novela finalista —mi amigo desconoce los motivos exactos de tal decisión aunque los sospecha, pero, al tratarse de meras conjeturas, prefiere guardarse su teoría para sí—. Enojado ante el incumplimiento de un aparente compromiso pactado de antemano, el finalista se había buscado la vida por su cuenta y terminó por encontrar una editorial que quiso publicar la novela. Poco que objetar. Lo peculiar del asunto es que el susodicho, en una jugada hasta cierto punto maquiavélica, decidió presentar su novela... el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar que la de mi amigo. No una semana después ni una semana antes. No. No un día después o un día antes. No. No un par de horas después ni un par de horas antes. No. Lo hizo el mismo día y a la misma hora haciendo acopio de
sus poderes —recordemos, era un personaje de cierta influencia
jugando en casa además de un periodista muy bien relacionado— y congregando en su presentación a la mayor parte de periodistas y medios de la ciudad en cuestión que, como digo, era la suya. Es más que probable que el citado periodista no albergase animadversión ninguna hacia mi amigo sino que su aparente maniobra fuese destinada a deslucir el acto convocado por la entidad gestora del premio. Pero la putada se la hizo a mi amigo. Y la excusa de los
daños colaterales, para la guerra de Iraq. En la prensa local del día siguiente, la presentación de mi amigo mereció un pequeño recuadro en un rincón de las páginas de cultura mientras que la del finalista ocupó más de media página.
Mi amigo nunca tuvo pruebas que le permitiesen albergar la certeza de que el asunto se había desarrollado tal y como le habían contado, pero todos los hechos ocurridos encajaban milimétricamente con la explicación ofrecida.
***
Y así es como uno termina por ganarse enemigos. De la única manera honrosa que hay de hacerlo: defendiendo a los amigos.