La historia de un hombre honrado
14 de febrero de 1972. El día amanece turbio y gris, presidido por un cielo lastrado de nubes que albergan promesas de lluvia, preclara antesala quizá de lo que será un día triste y desapacible. En muchos aspectos. En el cementerio de San Justo se da cita una silenciosa multitud que, con su presencia, pretende hacer patente su respeto y agradecimiento hacia la persona que va a recibir sepultura. Teniendo en cuenta de quien se trata y de quienes se encuentran presentes, el acto se desarrolla en un más que sorprendente clima de calma y cordialidad. El nombre del difunto es Melchor Rodríguez García, agente de seguros jubilado de la compañía La Adríatica aunque mucha gente prefiere recordarlo por otro nombre: El ángel rojo. Con el tiempo, de aquel sencillo y cálido acto de homenaje terminarán diciéndose muchas cosas. Demasiadas, quizá. Dicen que, durante el sepelio, se cantó A las barricadas. Permítanme que lo dude. Como elemento hagiográfico queda estupendo de cara a la galería, pero nunca debe perderse la perspectiva ni olvidarse de los tiempos en los que transcurría el suceso. No dudo que alguien entonase la peligrosa melodía entre dientes y que el que la oyese hiciese la vista gorda, pero de ahí a cantarla a voz en grito, va un gran trecho. Lo que sí se tiene por cierto fue la heterogénea adscripción de las personas que se dieron cita en el entierro, desde reconocidos anarquistas con un pie en la clandestinidad hasta preeminentes figuras y cargos del régimen franquista pasando por distintas personalidades falangistas y camisas viejas. También se tiene por cierta la completa ausencia de incidentes durante el acto, presidido por un contundente y demoledor respeto hacia el difunto así como el atuendo con el que Javier Martín Artajo, diputado en Cortes del gobierno de Franco, asistió al funeral: ataviado con una corbata que exhibía los colores libertarios (rojo y negro), cumpliendo de esta manera con una de las últimas voluntades del fallecido. Y también se tiene por contrastado el extraordinario hito de lograr que las autoridades consintieran sin ningún tipo de aspaviento ni incidente que el féretro —no lo olvidemos, 1972— fuese envuelto con los colores de la bandera anarquista de la CNT antes de ser introducido en el nicho que albergaría los restos mortales.
Pero, ¿quién fue Melchor Rodríguez? ¿Quién fue el hombre capaz de obrar tales milagros alrededor de su figura en momentos tan convulsos como lo fueron los últimos años del franquismo?
Anarquista irredento y sevillano de pura casta, Melchor Rodríguez nació en el barrio de Triana en 1893. Obligado a ganarse la vida desde muy joven practicando los más diversos oficios —su padre, operario de puerto, falleció en un desgraciado accidente en los muelles del Guadalquivir cuando él tenía 10 años—, tras unos primeros escarceos con el mundo del toreo que finalizarían con una grave cogida en agosto de 1918, decide en 1921 trasladarse a Madrid donde encuentra empleo como carrocero de vehículos. Es en esta época cuando mantiene sus primeros contactos con el mundo sindical, muy próximo en ideología a los movimientos anarquistas de la FAI y la CNT. Nombrado con el tiempo presidente del sindicato de carroceros, su significación en la lucha por sus compañeros y su defensa en favor de los derechos de los reclusos le valdrán, amén de una merecida fama de persona noble, justa y humanitaria, no pocos castigos y escarmientos, siendo encarcelado en numerosas ocasiones durante la monarquía de Alfonso XIII y la II República. Al respecto suele citarse la entrañable anécdota de su hija Amapola preguntando por su padre cuando lo echaba en falta. «¿Dónde está papá?», preguntaba la niña a lo que la madre, resignada, respondía: «¿Dónde va estar, hija? En su segunda casa, en la cárcel».
En julio de 1936 estalla la guerra civil. La ofensiva fascista llega abriendo brecha desde el sur y parece imparable. Durante las semanas inmediatamente posteriores al alzamiento, cientos de personas son encarceladas en Madrid acusadas de albergar simpatías hacia la rebelión militar. A primeros de noviembre, los facciosos toman las poblaciones de Leganes y Getafe, a escasos kilómetros de la capital. Ante el asedio y la inminente caída de la capital, el ambiente en Madrid se vuelve convulso en extremo y se producen cientos de desmanes. El día 7 de noviembre, milicianos comunistas inician una sistemática saca de la Cárcel Modelo y de las cárceles de Porlier, Ventas y San Antón de todos aquellos presos que se encuentren recluidos por su aparente significación fascista. ¿La excusa? Traslado preventivo con el fin de que los reclusos no puedan sumarse a las fuerzas ofensivas ante la inminente toma de la ciudad. Pero la autentica consigna parece ser limpiar la retaguardia de elementos indeseables por lo que el verdadero destino de dichos traslados termina siendo, al amparo de la noche, la ejecución en masa de los trasladados ante diversos pelotones de fusilamiento. Hablamos de la tristemente famosa matanza de Paracuellos.
El 10 de noviembre, Melchor Rodriguez es nombrado Director de Prisiones y desde su nuevo cargo tiene ocasión de comprobar cómo las sacas de presos, llevadas a cabo sin ninguna garantía procesal o jurídica, no son obra de ningún grupo de milicianos exaltados como pretenden hacerle creer sino que desde determinados estamentos gubernamentales como la Delegación de Orden Público y el Ministerio de la Gobernación —en manos de Santiago Carrillo y Ángel Galarza respectivamente— se está dando cobertura, bien por acción, bien por omisión, a la masacre. Melchor Rodriguez eleva su voz contra la situación, a su parecer injusta y deshonesta a todas luces, y apela a la autoridad inherente al puesto que ostenta para terminar con la sangría. Tal actitud le granjea numerosos enemigos que lo acusan de quintacolumnista y de trabajar a las ordenes de los rebeldes fascistas. A pesar de las acusaciones, Melchor Rodríguez se mantiene firme, pero cuatro días después de la toma de posesión y ante la pasividad de aquellos que suponía garantes del orden republicano —las sacas siguen llevándose a cabo a pesar de sus explícitas órdenes en contra—, en un acto de pública denuncia, dimite de su cargo. Los traslados de presos continúan produciéndose durante el mes de noviembre y primeros de diciembre y ante la escandalosa situación que ya se está yendo de las manos —el número de fusilados alcanza casi los cuatro mil—, el ministro de Justicia Juan García Oliver lo restituye en el puesto el día 4 de diciembre, garantizándole plenos poderes de actuación. Entre otras medidas dictadas —prohibición de traslados nocturnos de presos, ordenes de liberación firmadas y selladas de su puño y letra—, una de las primeras fue solicitar la inmediata destitución de Santiago Carrillo como Delegado de Orden Público, cese que fue llevado a cabo de forma efectiva el 24 de diciembre. Las órdenes se aplican con inflexible rigor. El propio Melchor Rodriguez, acompañado por un grupo armado de milicianos de confianza, procede personalmente al traslado de cuantos presos resulta necesario. Curiosamente, las sacas de presos de las cárceles madrileñas cesan a partir de la fecha en la que Rodriguez toma de nuevo posesión de su cargo. Las aguas parecen volver a su cauce. Sin embargo, aún estaría por llegar el hecho que terminaría de forjar su leyenda.
El 8 de diciembre de 1936, aviones fascistas bombardean el campo de aviación de Alcalá de Henares provocando un elevado número de heridos y muertos. En represalia, una furiosa multitud, entre ellos numerosos milicianos armados, se dirige a la cárcel de Alcalá de Henares con el fin de ejecutar a los reclusos allí retenidos entre los que se encuentran destacadas figuras de significada ideología nacionalista como el general Muñoz Grandes, el futbolista Ricardo Zamora, Serrano Suñer o los falangistas Sánchez Mazas y Fernández Cuesta. Enterado de la algarada, Melchor Rodríguez se persona en la cárcel de Alcalá y se enfrenta a cara descubierta al tumulto, defendiendo la vida de sus enemigos políticos encarcelados y asegurando que, como máximo responsable de prisiones, no permitirá un asesinato masivo. La situación se encrespa y se vuelve tensa hasta límites insostenibles. Melchor Rodriguez llega a amenazar a los allí congregados con que, si intentan el asalto, ordenará repartir armas entre los presos para que puedan defenderse. Tras horas de discusión, tensión y disputas, con los fusiles de los milicianos apuntándolo en diversas ocasiones, consigue finalmente contener a los exaltados y evitar que se produzca una matanza. Ese día, Melchor Rodríguez salvó de una muerte cierta a más de 1.500 personas. Algunos defienden que dicho dato resulta quizá exagerado. Conviene recordar que, dos días antes, se produjo el asalto a la cárcel de Guadalajara en circunstancias similares saldándose con la muerte de 319 de lo 320 presos allí retenidos.
En marzo de 1937, debido a las presiones ejercidas por José Cazorla, nuevo delegado de Orden Público —con el que mantuvo una agria disputa en la que Rodriguez lo acusó de mantener y sostener desde su puesto una red de cárceles clandestinas (checas), incidente que a la postre precipitaría la disolución de la Junta de Defensa de Madrid—, es relevado de su cargo como Director de Prisiones y nombrado concejal del Ayuntamiento de Madrid, puesto en el que se mantendría hasta el final de la guerra. Con Casado rindiendo la capital en marzo del 1939, es nombrado —durante dos días— alcalde de Madrid, siendo en última instancia el encargado de traspasar oficialmente el poder civil de la ciudad a las fuerzas facciosas.
Terminada la guerra, es detenido y procesado por el nuevo gobierno franquista. Condenado a veinte años de cárcel, su pena terminó siendo conmutada a seis —de los que acabó cumpliendo uno y medio— gracias a la intervención y el aval de decenas de figuras relevantes del nuevo régimen que declararon en su favor, entre ellos el mismo general Muñoz Grandes, quien elogió en repetidas ocasiones su carácter cristiano. «Si he actuado con humanidad ha sido por fidelidad al ideal libertario, no por cristiano», aclaraba Rodríguez. Una vez cumplida la condena, rechazó de forma sistemática todo beneficio o prebenda con la que sus agradecidos deudores quisieron obsequiarlo, desde un puesto en el pujante sindicato vertical franquista a varias donaciones y premios en metálico. Fiel a sus ideas anarquistas, numerosos testimonios señalan que jamás renegó de ellas y que durante el resto de su vida trabajó en favor de varios comités clandestinos lo que le causó no pocos quebraderos de cabeza —fue encarcelado en dos ocasiones más— en medio del respeto general de quienes habían sido sus correligionarios y de quienes habían sido sus adversarios políticos.
Hay voces que argumentan que Melchor Rodriguez no llevó a cabo ninguna hazaña extraordinaria salvo la de cumplir con la obligación que su puesto le marcaba al hacer respetar la legalidad vigente —lo cual no deja de tener su mérito en una convulsa época en la que el respeto hacia ésta brillaba por ausencia—. Entiendo. Melchor Rodriguez siempre ha sido una figura de incómoda reivindicación puesto que aceptar el hecho de que con su valentía y su arrojo ayudó a evitar un sinnúmero de atrocidades es admitir que dichas atrocidades se producían. Homenajear su trayectoria vital y dotarla del honor merecido supone dejar en mal lugar a otras figuras históricas de carácter venerable, debidamente canonizadas y eximidas hace tiempo de toda responsabilidad en ese ejercicio de damnatio memoriae que supuso la transición política de este país. Sin embargo, esta es su historia. Una historia digna de ser conocida, difundida y homenajeada. La historia de un hombre honesto que luchó por hacer lo que le dictaba su conciencia, defendiendo la vida de aquél que estaba bajo su responsabilidad sin importarle si era amigo o enemigo, rojo o azul, bueno o malo. La historia de un hombre cabal que, contra viento y marea, simplemente trató de hacer lo correcto. Lo que debía.
La historia de un hombre honrado.
Pero, ¿quién fue Melchor Rodríguez? ¿Quién fue el hombre capaz de obrar tales milagros alrededor de su figura en momentos tan convulsos como lo fueron los últimos años del franquismo?
Anarquista irredento y sevillano de pura casta, Melchor Rodríguez nació en el barrio de Triana en 1893. Obligado a ganarse la vida desde muy joven practicando los más diversos oficios —su padre, operario de puerto, falleció en un desgraciado accidente en los muelles del Guadalquivir cuando él tenía 10 años—, tras unos primeros escarceos con el mundo del toreo que finalizarían con una grave cogida en agosto de 1918, decide en 1921 trasladarse a Madrid donde encuentra empleo como carrocero de vehículos. Es en esta época cuando mantiene sus primeros contactos con el mundo sindical, muy próximo en ideología a los movimientos anarquistas de la FAI y la CNT. Nombrado con el tiempo presidente del sindicato de carroceros, su significación en la lucha por sus compañeros y su defensa en favor de los derechos de los reclusos le valdrán, amén de una merecida fama de persona noble, justa y humanitaria, no pocos castigos y escarmientos, siendo encarcelado en numerosas ocasiones durante la monarquía de Alfonso XIII y la II República. Al respecto suele citarse la entrañable anécdota de su hija Amapola preguntando por su padre cuando lo echaba en falta. «¿Dónde está papá?», preguntaba la niña a lo que la madre, resignada, respondía: «¿Dónde va estar, hija? En su segunda casa, en la cárcel».
En julio de 1936 estalla la guerra civil. La ofensiva fascista llega abriendo brecha desde el sur y parece imparable. Durante las semanas inmediatamente posteriores al alzamiento, cientos de personas son encarceladas en Madrid acusadas de albergar simpatías hacia la rebelión militar. A primeros de noviembre, los facciosos toman las poblaciones de Leganes y Getafe, a escasos kilómetros de la capital. Ante el asedio y la inminente caída de la capital, el ambiente en Madrid se vuelve convulso en extremo y se producen cientos de desmanes. El día 7 de noviembre, milicianos comunistas inician una sistemática saca de la Cárcel Modelo y de las cárceles de Porlier, Ventas y San Antón de todos aquellos presos que se encuentren recluidos por su aparente significación fascista. ¿La excusa? Traslado preventivo con el fin de que los reclusos no puedan sumarse a las fuerzas ofensivas ante la inminente toma de la ciudad. Pero la autentica consigna parece ser limpiar la retaguardia de elementos indeseables por lo que el verdadero destino de dichos traslados termina siendo, al amparo de la noche, la ejecución en masa de los trasladados ante diversos pelotones de fusilamiento. Hablamos de la tristemente famosa matanza de Paracuellos.
El 10 de noviembre, Melchor Rodriguez es nombrado Director de Prisiones y desde su nuevo cargo tiene ocasión de comprobar cómo las sacas de presos, llevadas a cabo sin ninguna garantía procesal o jurídica, no son obra de ningún grupo de milicianos exaltados como pretenden hacerle creer sino que desde determinados estamentos gubernamentales como la Delegación de Orden Público y el Ministerio de la Gobernación —en manos de Santiago Carrillo y Ángel Galarza respectivamente— se está dando cobertura, bien por acción, bien por omisión, a la masacre. Melchor Rodriguez eleva su voz contra la situación, a su parecer injusta y deshonesta a todas luces, y apela a la autoridad inherente al puesto que ostenta para terminar con la sangría. Tal actitud le granjea numerosos enemigos que lo acusan de quintacolumnista y de trabajar a las ordenes de los rebeldes fascistas. A pesar de las acusaciones, Melchor Rodríguez se mantiene firme, pero cuatro días después de la toma de posesión y ante la pasividad de aquellos que suponía garantes del orden republicano —las sacas siguen llevándose a cabo a pesar de sus explícitas órdenes en contra—, en un acto de pública denuncia, dimite de su cargo. Los traslados de presos continúan produciéndose durante el mes de noviembre y primeros de diciembre y ante la escandalosa situación que ya se está yendo de las manos —el número de fusilados alcanza casi los cuatro mil—, el ministro de Justicia Juan García Oliver lo restituye en el puesto el día 4 de diciembre, garantizándole plenos poderes de actuación. Entre otras medidas dictadas —prohibición de traslados nocturnos de presos, ordenes de liberación firmadas y selladas de su puño y letra—, una de las primeras fue solicitar la inmediata destitución de Santiago Carrillo como Delegado de Orden Público, cese que fue llevado a cabo de forma efectiva el 24 de diciembre. Las órdenes se aplican con inflexible rigor. El propio Melchor Rodriguez, acompañado por un grupo armado de milicianos de confianza, procede personalmente al traslado de cuantos presos resulta necesario. Curiosamente, las sacas de presos de las cárceles madrileñas cesan a partir de la fecha en la que Rodriguez toma de nuevo posesión de su cargo. Las aguas parecen volver a su cauce. Sin embargo, aún estaría por llegar el hecho que terminaría de forjar su leyenda.
El 8 de diciembre de 1936, aviones fascistas bombardean el campo de aviación de Alcalá de Henares provocando un elevado número de heridos y muertos. En represalia, una furiosa multitud, entre ellos numerosos milicianos armados, se dirige a la cárcel de Alcalá de Henares con el fin de ejecutar a los reclusos allí retenidos entre los que se encuentran destacadas figuras de significada ideología nacionalista como el general Muñoz Grandes, el futbolista Ricardo Zamora, Serrano Suñer o los falangistas Sánchez Mazas y Fernández Cuesta. Enterado de la algarada, Melchor Rodríguez se persona en la cárcel de Alcalá y se enfrenta a cara descubierta al tumulto, defendiendo la vida de sus enemigos políticos encarcelados y asegurando que, como máximo responsable de prisiones, no permitirá un asesinato masivo. La situación se encrespa y se vuelve tensa hasta límites insostenibles. Melchor Rodriguez llega a amenazar a los allí congregados con que, si intentan el asalto, ordenará repartir armas entre los presos para que puedan defenderse. Tras horas de discusión, tensión y disputas, con los fusiles de los milicianos apuntándolo en diversas ocasiones, consigue finalmente contener a los exaltados y evitar que se produzca una matanza. Ese día, Melchor Rodríguez salvó de una muerte cierta a más de 1.500 personas. Algunos defienden que dicho dato resulta quizá exagerado. Conviene recordar que, dos días antes, se produjo el asalto a la cárcel de Guadalajara en circunstancias similares saldándose con la muerte de 319 de lo 320 presos allí retenidos.
En marzo de 1937, debido a las presiones ejercidas por José Cazorla, nuevo delegado de Orden Público —con el que mantuvo una agria disputa en la que Rodriguez lo acusó de mantener y sostener desde su puesto una red de cárceles clandestinas (checas), incidente que a la postre precipitaría la disolución de la Junta de Defensa de Madrid—, es relevado de su cargo como Director de Prisiones y nombrado concejal del Ayuntamiento de Madrid, puesto en el que se mantendría hasta el final de la guerra. Con Casado rindiendo la capital en marzo del 1939, es nombrado —durante dos días— alcalde de Madrid, siendo en última instancia el encargado de traspasar oficialmente el poder civil de la ciudad a las fuerzas facciosas.
Terminada la guerra, es detenido y procesado por el nuevo gobierno franquista. Condenado a veinte años de cárcel, su pena terminó siendo conmutada a seis —de los que acabó cumpliendo uno y medio— gracias a la intervención y el aval de decenas de figuras relevantes del nuevo régimen que declararon en su favor, entre ellos el mismo general Muñoz Grandes, quien elogió en repetidas ocasiones su carácter cristiano. «Si he actuado con humanidad ha sido por fidelidad al ideal libertario, no por cristiano», aclaraba Rodríguez. Una vez cumplida la condena, rechazó de forma sistemática todo beneficio o prebenda con la que sus agradecidos deudores quisieron obsequiarlo, desde un puesto en el pujante sindicato vertical franquista a varias donaciones y premios en metálico. Fiel a sus ideas anarquistas, numerosos testimonios señalan que jamás renegó de ellas y que durante el resto de su vida trabajó en favor de varios comités clandestinos lo que le causó no pocos quebraderos de cabeza —fue encarcelado en dos ocasiones más— en medio del respeto general de quienes habían sido sus correligionarios y de quienes habían sido sus adversarios políticos.
Hay voces que argumentan que Melchor Rodriguez no llevó a cabo ninguna hazaña extraordinaria salvo la de cumplir con la obligación que su puesto le marcaba al hacer respetar la legalidad vigente —lo cual no deja de tener su mérito en una convulsa época en la que el respeto hacia ésta brillaba por ausencia—. Entiendo. Melchor Rodriguez siempre ha sido una figura de incómoda reivindicación puesto que aceptar el hecho de que con su valentía y su arrojo ayudó a evitar un sinnúmero de atrocidades es admitir que dichas atrocidades se producían. Homenajear su trayectoria vital y dotarla del honor merecido supone dejar en mal lugar a otras figuras históricas de carácter venerable, debidamente canonizadas y eximidas hace tiempo de toda responsabilidad en ese ejercicio de damnatio memoriae que supuso la transición política de este país. Sin embargo, esta es su historia. Una historia digna de ser conocida, difundida y homenajeada. La historia de un hombre honesto que luchó por hacer lo que le dictaba su conciencia, defendiendo la vida de aquél que estaba bajo su responsabilidad sin importarle si era amigo o enemigo, rojo o azul, bueno o malo. La historia de un hombre cabal que, contra viento y marea, simplemente trató de hacer lo correcto. Lo que debía.
La historia de un hombre honrado.
Etiquetas: Heroes olvidados
4 comentarios:
Gracias mil por la lección, Pedro.
Un abrazo.
Qué bueno, Pedro, una historia cojonuda.
gracias, compañero. Conforta leer cosas de estas en medio de la cobardía y el egoísmo imperantes.
No conocía la obra de este hombre, gracias por enseñármela.
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