Réquiem
Uno parece sentir de verdad el paso del tiempo cuando aquello que te rodea, aquello te ha acompañado a lo largo de muchos años, comienza a desaparecer, a esfumarse haciendo mutis por el foro. Cuando descubres que algunos de los soportes que hasta ese momento creías firmes, sólidos, inamovibles, comienzan a desvanecerse bajo tus pies. Bien puede tratarse de personas como en su momento fue el caso de mi querido y nunca suficientemente recordado amigo Jorge Alonso —quien hace tres años, por estas fechas, decidió abandonarnos por la puerta grande. Estoy más que convencido que muy en contra de su voluntad— o bien puede tratarse de lugares en los que uno ha tenido el placer de vivir afortunados momentos. Ya me ocurrió en su momento con la desaparición de Casa Antonio y recientemente ha vuelto a ocurrirme algo similar. Esta vez se ha tratado de un lugar del que ya hablé en estas páginas. En esa ocasión terminé la entrada rogando que ese lugar, detonante de tantas sensaciones y recuerdos personales, no cerrase nunca o tardase mucho tiempo en hacerlo. Un lugar al que guardaba un extraordinario afecto y un innegable apego no sólo debido a motivos puramente gastronómicos sino, particularmente, sentimentales.
Hace unos días pasé por allí. Acudía a una de esas citas tan irregular como intempestiva que mantenía desde hace años. Pero, en esta ocasión, me encontré el local cerrado y con un cartel de «Se Vende» en la puerta. Juro que algo hizo crack en mi interior cuando vi el letrero. La sensación de desamparo fue realmente desconcertante. La suposición de que algo va a permanecer ahí para siempre es pueril, pero esa constancia no hace menos dolorosa su desaparición sobre todo cuando ésta es inesperada. Aunque resulte exagerado puedo decir que llegué a percibir de una forma casi física cómo acababan de extirparme una parte de mí mismo, cómo acababan de expulsarme de mi propio hogar
Porque, en el fondo, ¿qué somos sino nuestros recuerdos y cuál es nuestro auténtico hogar sino el lugar donde estos se forjan?
Sí, a la vuelta de la esquina hay un local de similares características. Incluso regentado por los mismos propietarios. Creo. Se come muy bien. Cierto. Pero no es lo mismo. Ya nunca será lo mismo.
Maldito paso del tiempo.
Hace unos días pasé por allí. Acudía a una de esas citas tan irregular como intempestiva que mantenía desde hace años. Pero, en esta ocasión, me encontré el local cerrado y con un cartel de «Se Vende» en la puerta. Juro que algo hizo crack en mi interior cuando vi el letrero. La sensación de desamparo fue realmente desconcertante. La suposición de que algo va a permanecer ahí para siempre es pueril, pero esa constancia no hace menos dolorosa su desaparición sobre todo cuando ésta es inesperada. Aunque resulte exagerado puedo decir que llegué a percibir de una forma casi física cómo acababan de extirparme una parte de mí mismo, cómo acababan de expulsarme de mi propio hogar
Porque, en el fondo, ¿qué somos sino nuestros recuerdos y cuál es nuestro auténtico hogar sino el lugar donde estos se forjan?
Sí, a la vuelta de la esquina hay un local de similares características. Incluso regentado por los mismos propietarios. Creo. Se come muy bien. Cierto. Pero no es lo mismo. Ya nunca será lo mismo.
Maldito paso del tiempo.
Etiquetas: Madrid, Personal e intransferible
2 comentarios:
es cierto: cuánto daño puede hacernos encontrar un letrero de "se vende" o "se traspasa" o "se alquila". Es un dolor agudo y preciso al que sigue esa sensación de desamparo que tan bien describes. Y últimamente he tenido unos cuantos de esos.Parece que todo se borra a nuestro alrededor y la boca se nos llena de humo frío.
Así es, querida Sam. Como digo al principio, quizá eso sea lo que significa hacerse viejo. Lo más duro quizá no sea la decadencia propia sino ver desaparecer todo aquello que te importa ya sean bienes, personas o lugares. Uno no termina de acostumbrarse nunca.
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