Momentos (a Manuel Alexandre, con afecto)
Hoy se ha marchado uno de los mejores, uno de los más grandes actores que ha dado este país. Uno de los últimos de una digna y brillante estirpe de artistas que no siempre vivieron y obtuvieron el reconocimiento que merecían. Se nos ha ido Manuel Alexandre. No voy a hablar de su dilatada carrera, ni de sus maravillosas dotes de galán cómico, ni de su profesionalidad y su buen hacer como actor. Eso, junto a las más diversas hagiografías, ya lo harán otros, seguramente. Voy a limitarme a referir una sencilla anécdota personal, uno de esos momentos que se guardan para uno mismo y que siempre se rememoran con placer.
Habían venido a visitarme desde su lugar de origen dos amigos, ambos candidatos a juntaletras como el que suscribe. Tras un día de tapas, conversaciones y risas por Madrid me pareció oportuno concluir la velada en un lugar que sabía que les haría ilusión visitar por lo que tenía de simbólico para los mitómanos como nosotros: el Café Gijón. Y allá que fuimos los tres. Nos acomodamos en la mesa que se encuentra al lado de la entrada a los aseos. Justo al otro lado del local, en una mesa próxima al ventanal que da al Paseo de Recoletos, un grupo de personas departía amigablemente. Entre los concurrentes acertamos a distinguir a Manuel Alexandre y a su fiel amigo y compañero Álvaro de Luna. Supimos después que aquella era su mesa habitual donde varias veces por semana convocaba tertulia con los amigos. Pedimos nuestras consumiciones y nos pusimos a charlar. Al cabo de un rato y para nuestra sorpresa vimos cómo Manuel Alexandre se levantaba de su asiento y se encaminaba hacia nosotros. Imaginen nuestra cara. Nos quedamos de piedra. Resultaba espectacular verle acercarse con ese porte venerable enmarcado por el entrañable poso que concede una vejez serena, augusta, digna. Al llegar a nuestra altura nos dimos cuenta que no venía a hablar con nosotros. Se dirigía a los aseos. Le vimos entrar y los que ocupábamos la mesa nos echamos a reír ya que todos habíamos imaginado lo mismo: «¿Qué querrá Manuel Alexandre de tres pringados como nosotros?».
Mientras Alexandre se encontraba dentro del aseo, uno de mis amigos comentó que no estaba dispuesto a desperdiciar la oportunidad de saludar y estrechar la mano de una de las escasas leyendas vivas del cine español por quien, además, sentía una rendida admiración. Yo, que aunque no lo parezca, me tengo por una persona prudente, le dije que quizá resultase inoportuno molestarle, pero el arrojo de mi amigo fue más fuerte que mi voluntad. Cuando el veterano actor salió del aseo, mi amigo se levantó de su asiento y se cruzó en su camino. Alexandre lo miró de arriba abajo. No había animadversión ni fastidio en su gesto, sólo fatalidad asumida. Mi amigo le tendió la mano y le dijo que no deseaba molestarle, pero que era para él un auténtico placer y un honor el tener la oportunidad de saludar en persona a un gran actor por el que sentía una profunda admiración. Alexandre sonrió con humildad resabiada, producto, sin duda alguna, de una situación tantas y tantas veces repetida, y le estrechó la mano diciendo que el placer era suyo. Viendo abierto el frente, los que nos encontrábamos en aquella mesa no quisimos perder la oportunidad e imitamos a mi amigo. Estrechamos su mano y le dijimos lo mucho que admirábamos su trabajo. Manuel Alexandre agradeció con gesto sincero nuestra deferencia, charlamos unos minutos, nos comentó que todavía le causaba un cierto estupor el provocar esa sensación de reconocimiento en personas tan jóvenes que, quizá, no habían tenido ocasión de conocer toda su carrera desde sus primeros tiempos, se despidió afectuosamente de nosotros y marchó a reunirse con sus compañeros de tertulia.
En mis esporádicas visitas al Café Gijón jamás volví a coincidir con él. Por desgracia, nunca más podrá volver a ser. Buen viaje, D. Manuel, vaya donde quiera que vaya. Y que la tierra le sea leve.
Habían venido a visitarme desde su lugar de origen dos amigos, ambos candidatos a juntaletras como el que suscribe. Tras un día de tapas, conversaciones y risas por Madrid me pareció oportuno concluir la velada en un lugar que sabía que les haría ilusión visitar por lo que tenía de simbólico para los mitómanos como nosotros: el Café Gijón. Y allá que fuimos los tres. Nos acomodamos en la mesa que se encuentra al lado de la entrada a los aseos. Justo al otro lado del local, en una mesa próxima al ventanal que da al Paseo de Recoletos, un grupo de personas departía amigablemente. Entre los concurrentes acertamos a distinguir a Manuel Alexandre y a su fiel amigo y compañero Álvaro de Luna. Supimos después que aquella era su mesa habitual donde varias veces por semana convocaba tertulia con los amigos. Pedimos nuestras consumiciones y nos pusimos a charlar. Al cabo de un rato y para nuestra sorpresa vimos cómo Manuel Alexandre se levantaba de su asiento y se encaminaba hacia nosotros. Imaginen nuestra cara. Nos quedamos de piedra. Resultaba espectacular verle acercarse con ese porte venerable enmarcado por el entrañable poso que concede una vejez serena, augusta, digna. Al llegar a nuestra altura nos dimos cuenta que no venía a hablar con nosotros. Se dirigía a los aseos. Le vimos entrar y los que ocupábamos la mesa nos echamos a reír ya que todos habíamos imaginado lo mismo: «¿Qué querrá Manuel Alexandre de tres pringados como nosotros?».
Mientras Alexandre se encontraba dentro del aseo, uno de mis amigos comentó que no estaba dispuesto a desperdiciar la oportunidad de saludar y estrechar la mano de una de las escasas leyendas vivas del cine español por quien, además, sentía una rendida admiración. Yo, que aunque no lo parezca, me tengo por una persona prudente, le dije que quizá resultase inoportuno molestarle, pero el arrojo de mi amigo fue más fuerte que mi voluntad. Cuando el veterano actor salió del aseo, mi amigo se levantó de su asiento y se cruzó en su camino. Alexandre lo miró de arriba abajo. No había animadversión ni fastidio en su gesto, sólo fatalidad asumida. Mi amigo le tendió la mano y le dijo que no deseaba molestarle, pero que era para él un auténtico placer y un honor el tener la oportunidad de saludar en persona a un gran actor por el que sentía una profunda admiración. Alexandre sonrió con humildad resabiada, producto, sin duda alguna, de una situación tantas y tantas veces repetida, y le estrechó la mano diciendo que el placer era suyo. Viendo abierto el frente, los que nos encontrábamos en aquella mesa no quisimos perder la oportunidad e imitamos a mi amigo. Estrechamos su mano y le dijimos lo mucho que admirábamos su trabajo. Manuel Alexandre agradeció con gesto sincero nuestra deferencia, charlamos unos minutos, nos comentó que todavía le causaba un cierto estupor el provocar esa sensación de reconocimiento en personas tan jóvenes que, quizá, no habían tenido ocasión de conocer toda su carrera desde sus primeros tiempos, se despidió afectuosamente de nosotros y marchó a reunirse con sus compañeros de tertulia.
En mis esporádicas visitas al Café Gijón jamás volví a coincidir con él. Por desgracia, nunca más podrá volver a ser. Buen viaje, D. Manuel, vaya donde quiera que vaya. Y que la tierra le sea leve.
Etiquetas: Cine, Maestros, Personal e intransferible
4 comentarios:
Yo también me escapo alguna que otra vez por el Gijón, Pedro. Siempre que voy para allá me llevo mi libreta y escribo un poema o un relato. Uno de esos días, vi en su mesa de siempre a Manuel, a Álvaro de Luna y a otros dos que no conocía. No dije nada. Sólo los contemplé y me sentí afortunado de estar en el mismo sitio que ellos. Un abrazo.
Me encanta tu 'elegía'. En el fondo eres un puñetero sentimental. :-)
Encantadora anécdota y ¡que suerte la vuestra!
Yo también lo hice. En el mismo sitio. Lo confieso.
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio