Dicen que fue de pena
Ayer, a los 85 años, falleció Violante. Dicen que fue de pena.
Probablemente el nombre de esta mujer les diga poco. Residía en su casa de la huerta murciana junto a su marido, Pedro Camacho, desde 1946. En abril del 2006 el ayuntamiento acordó expropiar el terreno en el que se asentaba su casa para integrarlo en un nuevo plan urbanístico, muy posiblemente, de carácter especulativo. El consistorio acordó asignar a la pareja una nueva vivienda de protección oficial, a lo que el matrimonio no se negó —«así tendrá que ser», dicen que dijeron—, pero puso ciertos reparos a que el nuevo realojo se llevase a cabo en un piso. Tras sesenta años de vivir en la huerta, acostumbrados a unos determinados hábitos de vida, la nueva ubicación les resultaba extraña, incómoda, ajena. Solicitaron una reubicación en otro lugar, «en una casa sencilla, humilde, pero en la huerta», incluso de menor valor que el piso que inicialmente se les asignaba, pero, al menos, en similares condiciones y prestaciones a las de su anterior vivienda —su patio, su huerto, su limonero, sus plantas, sus animalillos— sin las que, habituados a ellas como lo habían estado durante sesenta años, en un terreno que legítimamente era suyo —no lo olvidemos—, la vida diaria se les haría muy cuesta arriba. Con el terreno ya expropiado y la piqueta a punto de caer sobre los muros de la casa de Pedro y Violante, el ayuntamiento se negó a atender la solicitud de los dos ancianos aduciendo que ese tipo de infraviviendas estaban en franca extinción dentro de la huerta murciana y que no podían proporcionarles una de similares características a la del objeto de la expropiación. Pleitearon. Y, en primera instancia, un juez, en una sorprendente —por lo humanitario de las razones esgrimidas— sentencia, les concedió la razón, permitiéndoles permanecer en su casa, reseñando en el auto «las graves consecuencias que para la salud del matrimonio de ancianos podría conllevar su desalojo y no realojo en condiciones similares» y procediendo a la paralización del derribo «en tanto no tenga lugar su realojo provisional en vivienda de similares condiciones a las del entorno de la expropiada». El consistorio recurrió dicha sentencia. Y ganó. El pasado mes de junio, el tribunal superior de Murcia instó de nuevo al desalojo de la pareja de ancianos «en aras del bien común» aun a sabiendas de que «el abandono de su vivienda podía ocasionar perjuicios a la pareja».
El pasado 17 de julio, los ancianos desalojaron de forma definitiva la que había sido su vivienda durante los últimos sesenta años de su vida. Al día siguiente, la casa fue derribada. Hace un mes, Violante ingresó en un hospital aquejada de diversas dolencias. El 10 de noviembre, el propio parte médico incidía en el alarmante deterioro sufrido por la mujer y su directa relación con el desalojo sufrido pocos meses antes.
Ayer, a los 85 años, falleció Violante. Dicen que fue de pena.
Y ocurrió en una sociedad en la que una gaviota, una cigüeña o una cagada de lince es capaz de paralizar la construcción de una autopista. Pero la vida de un ser humano, no.
Probablemente el nombre de esta mujer les diga poco. Residía en su casa de la huerta murciana junto a su marido, Pedro Camacho, desde 1946. En abril del 2006 el ayuntamiento acordó expropiar el terreno en el que se asentaba su casa para integrarlo en un nuevo plan urbanístico, muy posiblemente, de carácter especulativo. El consistorio acordó asignar a la pareja una nueva vivienda de protección oficial, a lo que el matrimonio no se negó —«así tendrá que ser», dicen que dijeron—, pero puso ciertos reparos a que el nuevo realojo se llevase a cabo en un piso. Tras sesenta años de vivir en la huerta, acostumbrados a unos determinados hábitos de vida, la nueva ubicación les resultaba extraña, incómoda, ajena. Solicitaron una reubicación en otro lugar, «en una casa sencilla, humilde, pero en la huerta», incluso de menor valor que el piso que inicialmente se les asignaba, pero, al menos, en similares condiciones y prestaciones a las de su anterior vivienda —su patio, su huerto, su limonero, sus plantas, sus animalillos— sin las que, habituados a ellas como lo habían estado durante sesenta años, en un terreno que legítimamente era suyo —no lo olvidemos—, la vida diaria se les haría muy cuesta arriba. Con el terreno ya expropiado y la piqueta a punto de caer sobre los muros de la casa de Pedro y Violante, el ayuntamiento se negó a atender la solicitud de los dos ancianos aduciendo que ese tipo de infraviviendas estaban en franca extinción dentro de la huerta murciana y que no podían proporcionarles una de similares características a la del objeto de la expropiación. Pleitearon. Y, en primera instancia, un juez, en una sorprendente —por lo humanitario de las razones esgrimidas— sentencia, les concedió la razón, permitiéndoles permanecer en su casa, reseñando en el auto «las graves consecuencias que para la salud del matrimonio de ancianos podría conllevar su desalojo y no realojo en condiciones similares» y procediendo a la paralización del derribo «en tanto no tenga lugar su realojo provisional en vivienda de similares condiciones a las del entorno de la expropiada». El consistorio recurrió dicha sentencia. Y ganó. El pasado mes de junio, el tribunal superior de Murcia instó de nuevo al desalojo de la pareja de ancianos «en aras del bien común» aun a sabiendas de que «el abandono de su vivienda podía ocasionar perjuicios a la pareja».
El pasado 17 de julio, los ancianos desalojaron de forma definitiva la que había sido su vivienda durante los últimos sesenta años de su vida. Al día siguiente, la casa fue derribada. Hace un mes, Violante ingresó en un hospital aquejada de diversas dolencias. El 10 de noviembre, el propio parte médico incidía en el alarmante deterioro sufrido por la mujer y su directa relación con el desalojo sufrido pocos meses antes.
Ayer, a los 85 años, falleció Violante. Dicen que fue de pena.
Y ocurrió en una sociedad en la que una gaviota, una cigüeña o una cagada de lince es capaz de paralizar la construcción de una autopista. Pero la vida de un ser humano, no.
Etiquetas: miserables, Políticos y gente de mal vivir
8 comentarios:
Pues vaya, pobre mujer, sí que daba felicidad el huerto. Mi padre, que lleva toda la vida viviendo en un piso y haciendo vida burocrática, tiene serias intenciones, prácticamente ya materializadas, de retirar su jubilación en un campito con huerto, limonero y pozo. Nosotros es que somos muy de campo y nos retiramos a la sierra de Madrid o la sierra de Guadalupe a la mínima oportunidad. Y entendía a Violante.
Un cordial abrazo.
En un pueblo cercano al que yo vivo hace poco pasó algo muy parecido. Ante esto sólo cabe decir una cosa: hijos de puta. Hijos de la grandísima puta.
Un abrazo.
Y a riesgo de parecer demagógico, me asusta una sociedad que prima las carreteras para la circulación de coches tan potentes como innecesarios para "castigar", o en todo caso menospreciar, la vida de un ciudadano que decide acabar sus días en el entorno sano y legítimo en el que lo ha hecho toda la vida. Pero el mundo es así...
Un abrazo
Joder, Pedro, qué cabrón. Me has puesto un nudo en la garganta.
Y a mí. La entrada trasmite pura ternura. Me encanta cuando empleas ese tono entre cínico, descreído y tierno.
Por cierto, ¿en qué andas liado últimamente (si puede saberse)? ¿Tendrémos nueva novela en breve? Desde que me acabé El documento Saldaña, ando con el mono. :-)
Besos
Suzie
¡Hombre, Sr. Divisa! ¡Que curiosa casualidad! Mis padres y sus ancestros son todos oriundos de la zona de la La Jara y de la sierra de Guadalupe (sierra de Altamira para ser exactos). En mi infancia pasaba los veranos en un pueblo de la zona. Lo mismo hemos disfrutado de los mismos sitios y hasta tenemos conocidos en comun. A ver si un día hablamos de todo ello. Con relación al asunto de Violante, amén de entenderla, el tema me llega porque creo sinceramente que el asunto va mucho más allá de una cuestión de propiedad o de calidad de vida. Es la profunda desolación que debe sentirse ante el desarraigo de verte despojado de golpe de la evocación de todos tus recuerdos, vivencias y momentos transcurridos durante los últimos sesenta años y el hecho de contemplar cómo el lugar que los alberga queda reducido a la nada. A mí me daría un síncope. O dos. E inmediatamente despues de síncope, cogería una escopeta, la cargaría con posta lobera y me iría en busca del responsable. Por éstas que son cruces.
En efecto, Andima: hijos de la gran puta. Hoy leo en la prensa que se descarta el proyecto de la autovía Teruel-Cuenca (que, a fuer de ser sinceros, me la suda una barbaridad el hecho de que se descarte o se apruebe) tras haber presentado cuatro alternativas de trazado porque "el impacto medioambiental de su construcción sería negativo" (argumento que no niego que sea cierto, pero que, como podemos comprobar, es capaz de paralizar proyectos urbanísticos. Algo que la vida de un ser humano no es capaz de conseguir. Mierda de sociedad).
Ángel, no creo que sea demagogia. A mí no me parecen mal que existan carreteras. Son necesarias. Y que éstas se construyan lo mejor posible y que contemplen un trazado que sea firme, amplio y seguro. El que esas cuestiones primen sobre otros conceptos moralmente mucho más legítimos es lo que me saca de mis casillas.
Supongo que similar al mío cuando me enteré de la noticia, Anónimo.
Gracias por tu halagador interés sobre mi futura obra, Suzie. Hoy mi ego cotiza varios enteros por encima de lo habitual. Yo no comparto el planteamiento de otros autores, que argumentan una aparente renuencia supersticiosa a la hora de hablar sobre proyectos futuros, pero tampoco contaré más de lo que puedo contar. Tan sólo adelantaré que, en efecto, tendré nueva novela lista para el año que viene, que aún no hay fecha definitiva de publicación y que el trabajo diferirá un poco, en el planteamiento más que en el fondo, de lo que he escrito hasta ahora ya que el enfoque será algo peculiar (para mí): una novela de intriga con tintes sobrenaturales, en la línea de algunos relatos de Stephen King -salvando las obvias distancias-. Y hasta ahí puedo leer.
Abrazos. Y gracias por comentar.
Pedro de Paz
La vida (la muerte) de un ser humano sí es noticia digna de moquear sobre el cafelito con cruasán; la de muchos no abulta tanto.
Ya conoce el dicho, Samantha: "Que un hombre muera es noticia; que un millón de hombres lo hagan es mera estadística". Por desgracia.
Abrazos,
Pedro de Paz
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